CON VIENTO FRESCO
La ley de Gresham
LOS HISTORIADORES de la economía conocen bien la ley de Gresham, el economista inglés del siglo XVI que la formuló en estos términos: «la mala moneda expulsa a la buena». La experiencia histórica permite constatar que cuando circulan dos monedas, oro y plata, o plata y vellón, la de menor valor expulsa de la circulación a la de mayor, pues los poseedores de ésta la guardan o atesorizan por desconfiar de la mala respecto al cambio oficial que aquélla tiene. Eso fue fue lo que ocurrió en el Bajo Imperio romano y en la España del XVII con la inflación de la moneda de vellón. En ambos casos el fenómeno fue un signo de la crisis de aquellas sociedades. Podría aplicarse hoy a los sellos del Afinsa, pero esta ley económica también sirve, como metáfora, para ejemplificar lo que está pasando con la cultura y con el mundo del libro. Estos días se celebran las Ferias del Libro, en ellas se puede comp robar la proliferación hasta la náusea de libros sobre la guerra civil y sobre el mundo esotérico que han propiciado obras como el Código da Vinci de Dan Brown. En ambos casos el rigor histórico y la verdad están al margen de las preocupaciones de los que las escriben. Sobre la guerra civil hay una verdadera inflacción de títulos, desde perpectivas muy diferentes, que abordan reiterativamente los aspectos más morbosos de aquellos años. Tantos árboles no dejan ver el bosque y contribuyen a la ceremonia de la confusión. Estoy seguro de que cuando pase esta fiebre inducida de forma partidista, dentro de un par de años la mayoría de esas obras serán arrojadas a los pudrideros de papel o se saldarán a precios de ganga, pues su interés es puramente circunstancial y político y su rigor muy escaso. Como ha ocurrido en otras ocasiones, de todos esos centenares de libros sólo un par de ellos se convertirán en clásicos y, seguramente serán los hoy menos leídos y valorados por sus pretensiones de objetividad y veracidad. Si en los años pasados la novela histórica, por llamar así a lo que en la mayoría de los casos no era sino una historia mal novelada e indigesta, constituyó un boom editorial, hoy en saldo o editadas a bajo precio por algunos periódicos de tirada nacional, ahora le toca a toda esta morralla de libros esotéricos sobre templarios, santos griales, orígenes del cristianismo, rollos del Mar Muerto, Sábanas Santas y otras memeces. En ninguno de esos libros hay nada que tenga que ver con la verdad histórica, no son sino una mezcla de falsedades y mentiras enmarcadas en contextos históricos casi siempre llenos de errores. Sin embargo, en los gustos morbosos de la gentes poco instruidas -el último informe PISA, el de 2006, sobre educación parece que será aún peor que el de 2003-, han desplazado a las obras clásicas de historiadores serios, que han dedicado no unos meses para mal digerir datos mal pergeñados, sino toda una vida de estudio. Estoy pensando, por ejemplo respecto a la vida de Jesucristo, en autores como J. Jeremias, J. D. Crossan, E.P. Sanders, G. Theissen, J.P. Meier o P. Winter. Estos libros sólo llegan a un grupo selecto de personas; la buena cultura en esta sociedad de masas es paradójicamente cada vez más elitista y restringida. Puede ser a causa de la ley de Gresham: los malos libros expulsan de la circulación a los buenos; quizá también porque los editores ganan más dinero con esa bazofia que ofrecen al gran público. Pero hay otras razones: una tiene que ver con grupos de presión que buscan intencionadamente hacer daño, desprestigiar a la Iglesia, crear tensiones donde antes no las había; otra se debe al nivel cultural cada vez más degradado que no permite, como consecuencia de un nefasto igualitarismo pedagógico, distinguir lo bueno de lo malo. Una última razón afecta a los historiadores que viven recluidos en sus torres de márfil sin querer mojarse y bajar al gran público haciendo asequibles, mediante una buena divulgación, sus trabajos de investigación. Educación y buena divulgación puede ser el camino.