Diario de León
Publicado por
JAVIER MENÉNDEZ LLAMAZARES
León

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Era un concurso de ésos de la tele, con pulsadores y reloj inverso; preguntaban por sintonías de programas de televisión cuando, de pronto, el presentador tuerce el gesto y, con los aspavientos de las hazañas imposibles, se lamenta de que la siguiente pregunta era «para nota»: Los concursantes tenían que cantar -o tararear, al menos- la sintonía de «Estravagario». Sin tiempo para la reacción del público, uno de ellos pulsa el botón con decisión, y luego canturrea: «Estravagario, eñe del diccionario¿». Luego, entre el alboroto del público el presentador le felicita: «Realmente, era una pregunta muy difícil, ¿cómo es que la sabías?». El joven concursante, con gran timidez, se excusa diciendo que no ve el programa, que sólo conoce la sintonía «de hacer zapping, alguna vez». ¿Por qué esas disculpas? ¿Será que el programa de marras es infame? ¿una nueva cima de la telebasura? ¿o es que es algo subidito de tono, que decían las abuelas? Pues no. De lo que el muchacho se avergonzaba era de haber visto un programa cultural; sobre libros, en concreto. Y a su cara asomaba una sonrisilla nerviosa, entre el general choteo del público, que exageraba los gestos de asombro, como para dejar bien claro que a ellos no les interesan ese tipo de programas. ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué se ha puesto el mundo cabeza abajo, como si viviéramos en una cortinilla promocional de la cadena Cuatro? No hace falta mucha memoria para recordar que, prácticamente, todos los españoles dedicábamos la sobremesa a contemplar extasiados los documentales de «La 2», con esos cocodrilos gigantes que se pasan el año esperando a que las gacelas crucen el río. Por más que las cifras de audiencia evidenciaran lo contrario, era casi imposible encontrar a alguien que reconociera públicamente seguir los incipientes programas de cotilleo, una vez que las telenovelas ya habían caído en desgracia. Pero ahí estaban los anunciantes, demostrando qué se veía y qué no. Porque, no nos engañemos, los anunciantes saben dónde poner su dinero para que se reproduzca. Y, curiosamente, nunca lo ponen en los documentales de bichos de la segunda cadena. Claro que este fenómeno no es nuevo; hace poco, Ibáñez Serrador se jactaba en una entrevista de que, aunque la gente presumía de ver «La Clave», lo que en realidad veían era el «Un, dos, tres». Cierto, pero también hay que aclarar que a Balbín nunca se le ocurrió llevar a su sesudo debate a los Supertacañones, ni poner a los contertulios en pantalón corto a reventar globos con las posaderas. Y así, es que es muy difícil competir. Si, al menos, hubiera fichado a Juan Tamariz¿ Por no hablar de programas que nadie ve, como «Gran Hermano» o «Tómbola», pero que terminan institucionalizados en la pantalla, creando escuela, incluso. Algo paralelo ocurre con el fútbol; hasta prácticamente ayer, era una ordinariez no ya acudir a un estadio, sino incluso saber qué es un fuera de juego. ¿Quién podía prever una masiva «salida del armario», hasta llegar a la fiebre actual? Porque, en cuanto los intelectuales pretenciosos -y los no tan pretenciosos, y los no tan intelectuales- se sacudieron los prejuicios, descubrimos que siempre les había gustado el «balompié», y hasta se sabían de memoria varias alineaciones. Cierto que no es descubrir nada nuevo hablar de esta dicotomía entre la esfera pública y la privada, entre la necesidad de prestigio social y entretenimiento casero, a partes iguales. ¿Quién no tiene un agujero en el calcetín, unas pantunflas de cuadros o una camiseta raída de su grupo favorito, y se la pone para ver la tele? Dietrich Schwanitz, en su obra Bildung (La cultura. Todo lo que hay que saber, en edición española de Taurus), lo llamó «el juego de la cultura». Según su teoría, no se trata sólo de lo que uno sabe, sino de lo que «no» sabe. O de hacer creer a los demás que no se sabe. No se admite que se ve la tele, y no se admite que a uno le guste el fútbol, del mismo modo que no se debe reconocer que no se ha leído el Quijote o que se utilizan algunas manifestaciones escénicas como sedante infalible. Porque no es elegante, no es «culto». En ese sentido, recomendaba el súmum de la elegancia: no tener televisor. Sin embargo, a Schwanitz, en su obcecación contra la cultura de masas, se le olvidó un pequeño detalle, y es que la realidad, en especial la social, tiene la molesta costumbre de cambiar. El gusto no es inamovible, y los vicios vergonzantes de ayer pueden convertirse, sin consultar siquiera a los árbitros de la elegancia, en las modas de mañana. Y hoy le toca al pop, en su sentido más extenso de cultura popular: musical, estético, gráfico, narrativo¿ Y los comics y las series televisivas son el estandarte de los que ahora se autodenominan «frikis», que no son otra cosa que los «jóvenes» de toda la vida. Así, mientras veía a aquel concursante sonrojarse en la televisión, me di cuenta de que el muchacho estaba también participando en el «juego de la cultura», que probablemente se pasaba las noches en vela, escuchando a Dvorak con un libro en cada mano, esperando que llegase Javier Rioyo y entrevistase a Julián Ríos o a Antonio Colinas, que le descubriese a algún músico andergraun o que debatieran sobre la intertextualidad y el canon europeo. Porque seguramente «Estravagario» sea su programa favorito, y no puede reconocerlo, ya que significaría perder todo su prestigio social; sería su «suicidio cultural».

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