Cerrar
Publicado por
JAVIER TOMÉ
León

Creado:

Actualizado:

SOY DE los que piensan, al igual que Noel Clarasó, que el matrimonio, esa suma de broncas, mentiras más o menos gordas y acrobacias de colchón, es el único disparate que se puede hacer en público y con el consentimiento de dos familias. Aunque tampoco hay que ponerse en plan trágico como aquel olvidado poeta griego, un tinterillo con bastante mala baba, quien limitaba a dos los días de felicidad que la enamorada procuraba a su hombre: el de la boda y el del entierro. Porque lo cierto, y a la vista están las estadísticas, es que año tras año se incrementa el número de parejas que sucumben a la ofensiva mutua de encantos y consagran su unión ante la Santa Madre Iglesia, buscando la aprobación de las más altas instancias espirituales para establecer el que los matemáticos definen como perfecto triángulo: un hombre, una mujer y una cama. El proceso habitual del enamoramiento, o atontamiento que dicen otros, es el mismo una generación tras otra: chico conoce a chica, Cupido acierta con uno de sus fatídicos dardos y los dos acaban por plantarse frente al altar con la novia radiante de blanco como un caramelo de algodón. El arrebato amoroso suele domesticarse con el paso de los años, diluyéndose a veces en un cóctel de secretos, rencores y desaires que destila más veneno que una víbora cornuda. No es lo que deseo para mi amiga Paloma, que desafiando con valentía al llamado «síndrome de Escalada» está a punto de ingresar por voluntad propia en el pelotón conyugal. Esperemos que en su caso no se cumpla ese necio proverbio de que el amor es ciego, pero el matrimonio le devuelve la vista.

Cargando contenidos...