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Publicado por
Juan Antonio García Amado
León

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IMAGINEMOS que alguien mata a un ser que me es muy querido, pongamos a un hijo, y que el asesinato fuera consciente, alevoso. Por ejemplo, porque el asesino alegue que esa muerte intencionada es un medio para lograr el fin de eliminar la subversión, o de lograr la autodeterminación de un pueblo. Es muy probable que mi impulso primero y más natural fuera tratar por encima de todo de matar al autor del crimen. Creo que es un sentimiento noble y que no merece reproche. Y me parece que debería, en principio y a salvo de lo que luego matizaré, esmerarme en conservar mi determinación y en cumplirla, aunque caiga sobre mí todo el peso de la ley. Se me reprochará que ese instinto vengativo es sumamente primitivo, poco menos que animal, y es cierto; que va contra los principios más elementales de la civilización, y es verdad; que para eso está el Estado, para imponer una justicia objetiva y con garantías y para hacer que el delito sea retribuido mediante la pena pública; y así es y bien que quiere un servidor defender tal idea. Pero a eso vamos. En sociedades primitivas era, o es, regla común la venganza privada. A la familia del asesinado le corresponde vengar el mal con otro semejante, a costa del malhechor o de los suyos. La venganza privada, como castigo amparado por reglas grupales tradicionales, fue quedando de lado en cada ocasión en que una sociedad pasó a regirse por un poder político legislador que impone y se guía él mismo por reglas jurídicas abstractas y que rompen con las costumbres atávicas. Cuanto más una forma de organización política se aproxima al modelo de lo que llamamos genéricamente Estado, tanto más la venganza privada queda relegada por el monopolio centralizado de la coacción, lo que significa que es el legislador estatal, en cualquiera de sus formas, quien determina con carácter general qué conductas merecen castigo público, y son los propios órganos del poder los que ejecutan tal castigo como pena. En estos asuntos el Estado moderno representa el avance fundamental, pensábase que definitivo. Retornemos ahora a los casos hipotéticos. Pongamos que se trata de una banda de matones que se ha llevado por delante la vida de mi hijo y de un puñado de personas más. El Estado de vez en cuando los acorrala, detiene y juzga a unos cuantos, pero no consigue erradicar la plaga, porque son muchos, o fuertes, o contumaces. Un día, los jefes de la banda hacen saber que están dispuestos a dejar de matar, pero no sin algo a cambio. Quieren impunidad. Quieren borrón y cuenta nueva, quieren el perdón para los suyos que han sido condenados, quieren, incluso, un protagonismo social y político, quieren homenajes, incluso. Quieren reconocimiento y legitimidad para sus móviles. Pero advierten también que, si el Estado no cede, volverán a las andadas y tendremos nuevas víctimas inocentes. En tal situación, la autoridad pública pondera todo tipo de razones y conveniencias, incluidas las conveniencias políticas, electorales. Y los ciudadanos, sensibles a los discursos y sedientos de seguridad para sí y para sus bienes, razonan así: si a cambio del perdón que los malvados demandan yo me libro de todo temor, bendita sea, hágase; qué pena de esos padres que perdieron a sus hijos, pero... no vamos a arriesgarnos todos por darles satisfacción a ellos. ¿Cómo debe proceder ese Estado en una situación tal? Supongamos que acepta el trato y asume todas o la mayoría de las condiciones que la banda solicita, especialmente las que tienen que ver con la impunidad de sus verdugos y el respeto de sus móviles. Yo sé qué pensaría yo en una tesitura como esa: ha renacido mi derecho a la venganza, la obligación moral personal de tomar por mi mano la justicia que se me hurta, que me escatiman aquellos cuyo poder se justifica sólo para velar porque haya normas que a todos nos protejan del delito y de su impunidad. Es cierto, como aducen los gobernantes, que así lo han querido otros ciudadanos, la mayoría quizá, pues buscan seguridad y paz para ellos y los suyos. Pues será, entonces, el Estado de esos ciudadanos, pero ya no el mío. Le deberán ellos lealtad y disciplina, yo ya no. El contrato social se ha incumplido conmigo, por conveniencia de la mayoría. Pero un contrato no se rompe válidamente por un puro cálculo de beneficio para algunas de las partes, ni siquiera de los más. Los perdones por razón de Estado deslegitiman a éste y lo hacen inmoral, igual que ocurre con los crímenes de Estado. La razón de Estado tiene dos caras, ambas temibles y despreciables. Una se contempla cuando son los mismos poderes públicos los que, en nombre de la seguridad o del bien público o de la pervivencia del Estado mismo, se convierten en delincuentes, matan por su cuenta, torturan, secuestran, roban. Por aquí mismo hemos tenido algún ejemplo en la década de los ochenta. Llamemos razón de Estado activa a esa primera variante. La segunda sería la razón de Estado pasiva o por omisión, y ocurre cuando, por cualesquiera razones similares, el Estado hace deliberada dejación de su compromiso para la persecución y castigo del crimen. Tal vez porque no ve con total antipatía las razones degeneradas de los asesinos; tal vez porque no se siente con fuerza para mantener la lucha y para asumir sus costes; tal vez porque la opinión pública se tiñe de egoísmo insolidario; tal vez porque el partido gobernante quiere conservar el poder a cualquier precio, haya caído quien haya caído. Da igual. Ese Estado se muda en cómplice por omisión, se impregna, quiéralo o no, del tufo del crimen. No tanto como cuando él mismo mata por fuera de la ley; pero mucho, en cualquier caso. Se me dirá que se puede comprender la actitud mía en el caso imaginario que he puesto, pero que mi interés meramente individual en que se me haga justicia no puede predominar sobre el interés general, por mucho que mi angustia se comprenda. Pero, ¿realmente una actuación estatal como la que he descrito se puede amparar en el interés general? Me parece que no. Porque el interés general sufrirá, a la corta o a la larga, tanto o más que el mío particular. Con actitudes públicas de ese talante se envía a la sociedad toda un mensaje siniestro: la persecución del delito se somete a cálculo y conveniencia, el legítimo empeño justiciero de las instituciones públicas, de gobernantes y jueces, ya no es absoluto y para todos, sino que opera bajo condición, es un interés vencible cuando las circunstancias lo aconsejen. Sabrá cada uno que esté tentado de saltarse la ley que cuanto mayor y más fuerte sea su banda y más despiadadas sus acciones, tanta más será su fuerza negociadora y la probabilidad de salir bien parado. Por eso, porque somos conciudadanos bajo un mismo contrato político con el que buscamos la maximización simultánea de seguridad y libertades, resulta obligación moral y política de cada uno la solidaridad plena con las víctimas del crimen y con su demanda de que el homicida pague por lo que hizo. Y por eso, porque el Estado tiene la misma deuda política y moral, con todos y cualesquiera de nosotros, no puede, sin defraudar la confianza y saltarse el contrato que fundamenta nuestra adhesión, otorgar más perdón que el que concedan los ofendidos. Los ofendidos he dicho, no los que se mueven por su interés personal más mezquino ni, menos aún, por puro afán de medro o éxito electoral. Éstos son escoria, desecho moral, hez.

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