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Publicado por
Santiago Domínguez Sánchez
León

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RECIENTEMENTE se ha estrenado la película El Código Da Vinci , basada en la novela del mismo nombre firmada por Dan Brown. Mi propósito al escribir estas líneas no es juzgar la calidad literaria de la novela, su trasfondo social y religioso, las consecuencias y posibles reacciones por su publicación, la discutible -o no- ofensa a millones de católicos, ortodoxos y protestantes, ni siquiera la oportunidad de obtener pingües beneficios a base de contar relatos más o menos creíbles. Lo que quiero poner de relieve, porque me interesa especialmente como historiador, es su nula consistencia como investigación histórica. Cuando, casi por azar, llegó a mis manos la novela de Dan Brown y leí la nota introductoria del mismo, en la que el autor afirma que «todas las descripciones de arte, arquitectura, documentos y rituales secretos en esta novela son fidedignas», pensé que estaba ante el trabajo científico de algún especialista en historia antigua cuyo nombre yo, para mi desgracia y vergüenza, desconocía. En aquellos días leí una entrevista con el autor, ampliamente difundida en la prensa, en la que éste sostenía que detrás de la novela estaba un profundo trabajo de investigación histórica y de seria documentación: «El secreto que yo revelo -afirmaba- es la primera vez que ha sido revelado mediante el formato de una novela popular». Efectivamente, me parece legítima la aspiración de muchos historiadores actuales de hacer llegar sus investigaciones a un amplio abanico de personas mediante el uso del relato o la ficción. A pesar de que, como es conocido, David Harlan afirmaba en 1989 que el recurso -frecuente en los últimos años- a la narración o narrativización de la historia había sumido a los estudios históricos en una profunda crisis epistemológica, por la lógica relativización de los fundamentos de la investigación, creo que el historiador no debe despreciar algunas novelas históricas. Algunas de ellas merecen la estima de cualquier historiador. La denominada «nueva historia narrativa», representada por autores como Carlo Ginzburg - Il formaggio e i vermi , 1976-, Natalie Z. Davis - Le retour de Martin Guerre , 1982- o Simon Schama - Rembrandt's Eyes , 1999-, tiene, por cierto, mucho de novela histórica. He de reconocer que comencé a leer El Código Da Vinci con cierta prevención, ya que había oído algunas críticas demoledoras contra el texto. Pero creí que merecía la pena leerlo. En fin, ya en las primeras páginas de la novela me di cuenta de que, como mínimo, se trataba de una auténtica tomadura de pelo. Construya usted, señor Brown, una novela, pero no quiera hacerla pasar por investigación histórica. No engañe a historiadores e interesados en la historia haciendo pasar por históricas tergiversaciones, invenciones, bulos y burdas mentiras. Lanzar al aire -o, mejor, tomar prestadas de aquí y allá- teorías infantiles o imaginaciones no es propio de historiadores. Afirmaciones como las contenidas en la novela y defendidas como ciertas por el señor Brown sobre los nietos y sucesores de Jesucristo, la matanza sistemática por parte de la Iglesia de «millones» de brujas, la adoración a lo femenino de los Templarios, o el establecimiento de la ortodoxia católica exclusivamente por parte del emperador Constantino en el año 325 deberían demostrarse con pruebas fehacientes que en ningún caso se utilizan -porque no existen-. Disciplinas históricas, cada una de las cuales requiere un aprendizaje lento y costoso, tales como la paleografía, la epigrafía, la heurística, la papirología, la codicología o la patrística, y el conocimiento preciso de las lenguas muertas, al menos del griego y el latín, son herramientas de uso absolutamente necesario para quien pretenda realizar un estudio histórico profundo sobre los siglos I-III d. C, y más para quien quiera «revolucionar» la historia. Avanzada mi lectura de la novela, caí en la cuenta de que no recordaba -porque no las había- ninguna publicación sobre estas temáticas históricas o lingüísticas firmadas por semejante personaje, Dan Brown. Efectivamente, Brown no había escrito anteriormente una línea en este sentido, y, en consecuencia, ni sabe leer de primera mano un papiro del siglo II, ni entiende el idioma en que está escrito, ni sabe analizar su originalidad o falsedad, ni sabe sacar sus propias conclusiones sobre lo allí narrado. Lo mismo se puede decir de las lecturas que el pseudo-historiador Brown ha utilizado: en su biblioteca brillan por su ausencia las investigaciones de autores sólidos sobre estas materias. Quizá es que don Dan no sabe que hay centenares de publicaciones serias -por cierto, últimamente en su mayoría no firmadas por católicos- sobre las primeras copias de los Evangelios -que son al menos un siglo anteriores a los primitivos relatos conservados de orientación gnóstica, y no al revés, como ignorantemente afirma Brown-, sobre cada una de las obras de los primeros escrito res cristianos -pongamos por caso Ireneo de Lyon, autor que a fines del siglo II ya rebatía las doctrinas de ciertos heterodoxos sobre las bondades del mal y de Judas, o las creencias que intentaban sincretizar el cristianismo con cultos paganos-, o sobre cada una de las teorías que él se monta en su novela. Lo que ya es el colmo es la afirmación por parte del señor Brown de que «deja en gran parte a su mujer» los trabajos de investigación y documentación en estos temas. ¿Acaso un químico deja a su amigo de la infancia la investigación sobre los diodos de carbono y las peroxidasas? Efectivamente, don Dan tiene tanta experiencia en la investigación y en la erudición paleográfica, codicológica o filológica clásica como yo en medicina deportiva. Y si ningún especialista o interesado en medicina deportiva pasaría de la segunda página de un libro que yo escribiera, pongamos por caso, sobre la recuperación de las lesiones de rodilla para saltadores de pértiga, no puedo entender cómo muchos de los lectores de la novela de Dan Brown, si hacemos caso a lo que dicen las estadísticas, piensan que quizá pueda tener razón en sus curiosas teorías. Y más aún me duele que algunos de los lectores que esto piensan son alumnos precisamente de licenciaturas en Historia, en Historia del Arte o Humanidades. Lo que me ha llevado a concluir que el sistema de enseñanza de los últimos tiempos, en el que ha influido la desidia de políticos de todo signo, la sociedad actual enemiga del esfuerzo intelectual, y yo mismo, tenemos culpa, al menos en parte, de la tremenda ignorancia de algunos lectores. ¿Tendría razón al final Francis Fukuyama cuando publicó en 1989 su famoso artículo The End of History ? Aunque Fukuyama hablaba del fin de la historia con argumentos totalmente distintos a los que yo aquí empleo, el título de su investigación creo que se podría aplicar certeramente en este caso. Dan Brown ha sido una absoluta decepción para mí. Tanto que ha logrado lo que ningún otro autor ha podido conseguir. En mi biblioteca acumulo cientos de libros de temática histórica, de las más variadas tendencias, desde los antiguos textos escolares escolásticos y positivistas, hasta ejemplos de historia marxista, narrativa, de los Annales, economicista, postmodernista, cuantitativa o de microhistoria. Unos me gustan y otros no. Pero todos los conservo. Menos uno, El Código da Vinci , que, dadas sus «excepcionales» cualidades, deposité una noche en un contenedor de reciclaje de papel, no sin antes envolverlo cuidadosamente en un triste embalaje con un texto que rezaba: «Da n Brown, no me tomes el pelo».

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