CRÓNICAS BERCIANAS
El canto de los pájaros
«LA VERDAD tiene que saberse, moleste a quien moleste». Las palabras son de Pilar de la Fuente, hija de un paseado. Las pronunció el pasado sábado, al pie de un monolito que recuerda a su padre y a las decenas, quién sabe cuantos en realidad, de víctimas de la represión franquista asesinadas en el paraje de La Uve, donde se cruzan las carreteras de Vega de Espinareda y Cacabelos. Han pasado ocho años desde la exhumación de la primera fosa en Canedo, donde se recuperaron los cuerpos de seis guerrilleros enterrados bajo un aparcamiento recién asfaltado a las puertas del cementerio, y seguimos hablando de lo mismo. Y lo hacemos, setenta años después del guerra, porque los familiares de demasiadas víctimas siguen sin saber qué fue de sus padres, de sus abuelos, sus maridos, sus hermanos, sus vecinos. Porque todavía no se ha hecho justicia con la memoria de todas las víctimas, y eso implica localizarlas, exhumar sus restos de las cunetas, sacarlos de la maleza de la memoria, que es una segunda muerte, y llevarlos a un cementerio para que reposen en una sepultura digna. Y que todos sepan su nombre y las circunstancias en las que murieron. En este caso no es un aparcamiento, sino una carretera ensanchada hace sólo un par de años, el mayor obstáculo para la exhumación de unos cuerpos enterrados anónimamente y posiblemente desperdigados por un paraje de encinas que se convirtió en uno de los símbolos de la represión en Fabero y Vega de Espinareda, donde los cuarteles de la Guardia Civil fueron durante un tiempo el último lugar donde se vio con vida a gentes que hoy están desaparecidas, o figuran en los registros sin que conste el lugar de su enterramiento. La Uve, por ser un cruce de caminos, y por ser un lugar apartado, se convirtió desde el comienzo de la guerra en un cementerio anónimo. Nadie sabe cuantos cuerpos puede haber, ni su localización exacta. La empresa que ensanchó la carretera de Ponferrada a Vega de Espinareda nunca informó de que hubieran aparecido restos humanos, y habría que presuponer que nunca los vieron, porque la dignidad humana debe estar por encima de la rentabilidad económica de una obra. En la Asociación para la Recuperación de la Memoria están convencidos, sin embargo, de que los cuerpos están ahí, debajo del asfalto, bajo tierra, a la sombra de las encinas. Esos árboles que Alfonso Carro, otro familiar de un paseado, comparaba el pasado sábado con la fortaleza que han mostrado los allegados de las víctimas durante años. Calladas por miedo durante mucho tiempo, conviviendo en algunos casos, demasiados, con los verdugos de sus familiares. Monolitos como el que han colocado en el cruce sirven para cerrar heridas, para vencer miedos, para que los más ancianos, los que vivieron todo aquello, respiren hondo. El sábado se escuchó El canto de los pájaros entre las encinas de la Uve. Y no se me ocurre una canción mejor para recordar a las víctimas que esa pieza tradicional catalana ( El cant dels ocells ) que habla de la alegría de los pájaros ante el nacimiento de Jesús y que Pau Casals interpretó el mismo día que estrenó el himno de las Naciones Unidas.