LA TORRE VIGÍA
La democracia de Bush
CUANDO los politólogos empezaron a hablar de «la tercera ola de la democracia», que Huntington hizo coincidir con el derrumbe del socialismo, no estaban animados por un incremento sensible de los países libres, sino por el triunfo inequívoco de un discurso que obligaba a los políticos -también a los dictadores- a adoptar expresiones y gestos formalmente democráticos. La hipótesis que daba valor a esta ola democratizadora era la convicción de que el verdadero cambio se origina en el discurso, y de que, cuando nadie se atreve a defender el valor de la dictadura -como hacían los fascismos y autoritarismos-, ni a cuestionar la democracia, es que el mundo está más cerca de ser libre. El peligro de atentados contra la democracia siempre existe, hasta el punto de obligarnos a reforzar todos los mecanismos constitucionales que la defienden. Pero ese riesgo se agrava sobremanera cuando, al abrirse fisuras en el discurso de la libertad, muchos ciudadanos dejan de levantar el dedo acusador contra las personas e instituciones que vulneran nuestros derechos. Por eso causa especial alarma lo que está sucediendo en las democracias occidentales, como consecuencia directa del ataque contra las Torres Gemelas y del discurso que exporta Norteamérica al amparo de la guerra. No seré yo quien le quite gravedad y repugnancia a los graves delitos contra la humanidad y la libertad que se han cometido en las famosas prisiones de Abu Graib, Kandahar y Guantánamo, y en la proliferación de ese «fascismo exterior», en expresión de Duverger, que pasea los presos de la democracia por las salas de tortura y ejecución de abyectas dictaduras. Pero en mi manera de ver las cosas me preocupan mucho más los cambios de discurso que amparan esos crímenes que los hechos contemplados en su cruda realidad. Porque es un problema muy grave que todas las democracias se dejen arrastrar por la idea de que la libertad sólo se puede defender mediante la privación de las garantías y los derechos que la definen, y que se esté consintiendo de forma tan irresponsable en la corrupción generalizada de las políticas de seguridad y de los sistemas penales que marcaban la diferencia entre la dictadura y la democracia. La guinda, como siempre, la puso Bush, que, para justificar el atropello de Guantánamo, acaba de constituirse en juez, legislador y parte de todo el proceso de represión del terrorismo. «No cerraré Guantánamo -afirmó- porque todos los que están allí son criminales peligrosos». ¿Y quien lo dijo? George W. Bush, que ya no necesita jueces para condenar y ejecutar a sus presos. Porque el discurso de la democracia se está degenerando, y pone nuestras libertades en serio peligro.