PANORAMA
El auge de la telebasura
LA TELEBASURA cotiza al alza. Basta con observar la evolución en la Bolsa de las distintas televisiones para ver lo bien que van las que más abusan de ella. Aunque todas nieguen ofrecer tal cosa, como lo negaba Javier Sardá en los momentos de mayor flaqueza moral de sus «Crónicas marcianas». Todos quieren los réditos de audiencia de la telebasura, pero nadie reconoce que la hace. Y así nos deslizamos por un tobogán de argumentos de camuflaje, que resultarían hilarantes si no fuese por su propia grosería intelectual. Hay una afirmación en particular que sus hacedores consideran redentora: «No puede simplificarse y calificar de telebasura a un programa que gusta a un público mayoritario y diverso». Y se quedan tan anchos, como si la telebasura se regenerase porque la viese más gente. Pero no existe esa pretendida relación salvadora entre contenido y público. La realidad es que la telebasura se programa porque es barata y ofrece buenas cuotas de audiencia, pero estas cuotas no alteran su condición reprobable. No se trata de escandalizarse en vano. No hay sociedad sin basura, y la nuestra es tan avanzada que, además de la común, tiene la televisivo-digital. Pero, dicho esto, hay que ponerse serios, porque la telebasura es una poderosa máquina de deformación civil, de desnaturalización de principios y valores esenciales para la buena salud social. El tráfico de estupefacientes morales debería están tan controlado como el de estupefacientes químicos. No lo está, y la sociedad asiste inerme -y también complacida-, a un pérfido regodeo sobre sus propias miserias. Y así tenemos a Frankenstein fabricando seres humanos. Y hay que poner un punto. Los reality show son legítimos y forman parte del entretenimiento televisivo. Pero los límites deben estar claros: todo lo que emponzoña, desencamina o destruye nuestra sociedad debe ser prohibido. Y digo prohibido a sabiendas de la mala prensa de que goza esta palabra desde que en mayo 68 sonó aquello tan hermoso de «prohibido prohibir». Pues no: hay que prohibir, si no se quiere desembocar en una sociedad irreconocible por su grado de alienación y de embobamiento. Tan simple.