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Publicado por
ANXO GUERREIRO
León

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AUNQUE España es el país de Occidente -incluida Italia- en el que la Iglesia goza de mayores privilegios, la mayoría de la jerarquía católica se alinea sistemáticamente con los dirigentes conservadores, pronuncia los mismos discursos apocalípticos y, según parece, está dispuesta a convertir de nuevo la Iglesia en la plataforma de masas de la derecha. Por eso la reciente visita del Papa a Valencia, en la que la diplomacia vaticana ha evitado cualquier conflicto con el Gobierno, ha causado profunda decepción entre los sectores políticos y religiosos que esperaban, con indisimulada ansiedad, que la presencia en España del pontífice sirviera para dar un notable impulso a su estrategia de confrontación con el Ejecutivo socialista. No sé si la prudente actitud que mantuvo Ratzinger en su visita es la consecuencia de la asunción sincera de lo que representa en las modernas democracias la separación de la Iglesia y el Estado, o si, simplemente, responde a la necesidad de resolver algunos contenciosos pendientes de gran importancia para la Iglesia católica, tales como su financiación o determinada presencia de la religión en la escuela. Sea como fuere, es evidente que el Papa no ha avalado el discurso catastrofista al que nos tienen acostumbrados tanto la mayoría de los obispos como el partido de la derecha. Al menos en esta ocasión la falta de sintonía entre los prelados españoles y su jefe romano ha sido clamorosa. Sería, pues, conveniente que la jerarquía católica española no pretenda ser más papista que el Papa y asuma que el Gobierno tiene la indelegable obligación de hacer efectivo el principio constitucional de la aconfesionalidad del Estado. Por supuesto, el hecho de que el Gobierno legisle de acuerdo con la pluralidad política que caracteriza a nuestra sociedad, y que representa uno de los pilares básicos de la democracia, no significa, en modo alguno, pedir a los ciudadanos que renuncien a sus creencias. Se trata simplemente de garantizar que las convicciones de una parte de la sociedad, por muy respetables que éstas sean, no puedan imponerse a quien no las comparte. En absoluta contradicción con estos elementales principios democráticos, y por increíble que parezca, la Conferencia Episcopal española no ha renunciado a imponer sus principios a través del Código Penal, y sigue empecinada en la anacrónica pretensión de trasladar el derecho canónico a normas de derecho común. Naturalmente, los obispos tienen derecho a orientar a los fieles de su Iglesia y, desde luego, a defender públicamente los valores que sustentan sus creencias. Pero no les asiste razón ni derecho alguno para coaccionar a los poderes públicos democráticos. Parece, pues, una ocasión oportuna para recordarle a la Conferencia que todos, incluidos los obispos, tenemos la obligación de respetar la Constitución, pero que, sin embargo, no todos estamos vinculados por las respetables normas de su iglesia.

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