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TRIBUNA

Malta y el salvamento humanitario La luna duerme de día y sale de noche

Publicado por
ENRIQUE SOTO ANTONIO VIÑAL
León

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UN PESQUERO español llamado Francisco y Catalina avistó el pasado viernes, a unas 100 millas al sureste de Malta, un cayuco a la deriva en el que viajaban 51 inmigrantes procedentes de Eritrea, con evidentes síntomas de deshidratación en algún caso. El patrón del pesquero, una vez concluida la asistencia y salvamento marítimos, puso rumbo a La Valeta, en donde se encontró con la negativa de las autoridades maltesas a autorizar el desembarco de dichos inmigrantes, a excepción de una niña, con los síntomas antedichos, y su madre. Este hecho plantea diversas cuestiones, jurídicas unas, morales otras, mas todas ellas absolutamente pertinentes cuando se tratan del salvamento de personas en peligro en la mar. Entre las primeras se hallan las relativas a si el citado salvamento, sea en el espacio marítimo que sea, constituye una obligación o no. En el plano internacional, esta obligación viene recogida en el artículo 98 de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar de 1982, que prevé, entre otras cosas, que todo Estado exija al capitán de un buque que enarbole su pabellón el deber de prestar auxilio a toda persona que se encuentre en peligro de desaparecer en la mar; y que todo Estado ribereño posea un servicio de búsqueda y salvamento adecuados y, cuando las circunstancias lo requieran, cooperen con los Estados vecinos mediante los correspondientes acuerdos. Esta obligación del capitán de un buque está igualmente recogida tanto en el artículo 11 del viejo convenio internacional para la unificación de ciertas reglas en materia de asistencia y salvamento en el mar de 1910 como en el artículo 10 del nuevo convenio de 1989, ratificando así una solidaridad ampliamente compartida por toda la gente del mar. Así las cosas, la respuesta dada por el patrón español es una buena prueba tanto del cumplimiento de las obligaciones convencionales vigentes como de la existencia de la solidaridad a la que acabamos de referirnos, pero ¿puede decirse otro tanto del comportamiento de las autoridades maltesas? Malta, en tanto que Estado ribereño, tiene la obligación de colaborar en el salvamento prestado por el pesquero español, y esto es así aún cuando sea cierto que las normas internacionales en vigor no precisen con la claridad deseada el alcance y contenidos de dicha obligación, mas ello no es óbice para que se pueda apreciar la vigencia de un deber, si no positivo, sí consuetudinario, y, en todo caso moral, de ofrecer tal colaboración. -MIRA niña, ¿qué ves allí? La niña se quedó boquiabierta y muda. Parecía paralizada por una sorpresa matizada de temor. Pero... si la «seño» nos ha dicho que la luna duerme de día y sale de noche... -Pues no es verdad. Allí estaba también su madre, igual de sorprendida y cavilando qué clase de fenómeno excepcional era aquel que refutaba lo que todo el mundo sabía; que el sol sale de día y la luna de noche. Lo de este día era muy raro porque ahí estaba la luna en mitad del cielo y en mitad de la tarde. Nunca había visto cosa igual. Existe la superstición de que la creencia en mitos es algo propio del pasado, de los tiempos primitivos y medievales. Hoy habríamos alcanzado un conocimiento científico, racional y seguro que deja anticuados y obsoletos los mitos, las supersticiones y hasta la religión. Pero mira por donde, una luna en el cielo de las cinco de la tarde nos inquieta y perturba esta seguridad y todas las demás. Lo cierto, los psicólogos lo saben, es que nuestras percepciones están guiadas y condicionadas por nuestras creencias. Refleja mejor lo que ocurre en la realidad la frase «si no lo creo no lo veo» que la inversa. La luna circula alrededor de la tierra siguiendo inalterable su trayectoria sin preocuparse de si es de día o es de noche. Sin embargo, los que no esperan verla de día es muy difícil que reparen en ella. Para que sea posible percibir algo es preciso que haya un marco cognitivo previo donde la percepción cobre sentido. No creemos en Dios porque le veamos, sino que le vemos porque creemos. El ser humano proviene, como desveló Darwin, de las profundidades de la selva, del simple instinto animal, del todo vale con tal de sobrevivir, del «todo lo que no mata engorda», canibalismo incluido. El progreso humano lo ha sido en todos los sentidos y en todos los ámbitos, aunque no en la misma medida en todas las culturas. Haciendo abstracción de las excepciones, la regla es que vamos superando la «ley de la selva», el «ojo por ojo y diente por diente» y la esclavitud como sistema. Vamos evolucionando desde la anarquía y la tiranía del más fuerte, hacia el estado de derecho. Vamos cambiando las sociedades de castas, donde el individuo no tiene valor, por las sociedades libres, abiertas y democráticas donde lo que cuenta es la dignidad de cada persona individual. Vamos progresando desde el puro instinto animal hacia la ética humanista. La historia del hombre es progreso, no degeneración. Los mitos platónicos de un pasado idílico son falsos. En la antigüedad las leyes se promulgaban con pretensión de que fueran para siempre. Cuando Moisés dictaba las normas las sellaba como «ley perpetua para los israelitas en todas sus generaciones». Hoy ya se sabe que las leyes nunca son definitivas. Tan es así que la propia ley contempla el procedimiento de su reforma. Desde la Constitución del estado a los estatutos de las autonomías o de cualquier asociación cultural, todas las disposiciones legales prevén la circunstancia más que probable de que sus usuarios en algún momento decidan o necesiten cambiarlas. Pero hay un sector de políticos que parecen instalados en el mito platónico de que todo cambio es degeneración y que lo más perfecto reside en el pasado. Desde Platón, que construyó una portentosa obra literaria para luchar inútilmente contra el avance de la democracia en Atenas, los progresos en la humanidad se han conseguido venciendo la resistencia de los inmovilistas. Paradójicamente son los inmovilistas anclados en la creencia platónica de un pasado imaginado como perfecto, resistentes a todo progreso, los que llaman cavernícolas a los que propugnamos cambiar lo que ya se ha demostrado que nos perjudica. ¿Quién duda de que exista una relación directa entre el declive leonés y nuestro carecer de autonomía? Igualmente los inmovilistas intentan aprobar mecanismos legales que blinden el presente contra toda tentación de cambio; pretenden impedir que un día León acceda a la autonomía tal y como ya la disfrutan todas las regiones y nacionalidades de España. Sus esfuerzos resultarán tan inútiles como los afanes de Platón. Tampoco los que ganaron elecciones con la bandera del cambio parecen dispuestos a aplicar en León los mismos principios que están aplicando en otros lugares. En Cataluña o en el País Vasco se puede cambiar el Estatuto de autonomía hasta el límite que admita la interpretación más permisiva de la Constitución. En León no encuentran, porque no la buscan, la fórmula para que la identidad y los intereses leoneses puedan ser reconocidos y salvaguardados legalmente. Unos y otros siguen creyendo en mitos, en que la luna duerme de día y sale de noche. Para que una niña, o una madre, reparen en la evidencia de la luna, es necesario que alguien se la señale y que ellas no se queden mirando al dedo. Para que los políticos que ejercen el poder reparen en la evidencia de la autonomía leonesa que se alumbra en el horizonte ¿cuántos leoneses son necesarios manifestándolo por las calles? ¿Cuántas pegatinas en la camiseta, en el coche, en las carpetas de los estudiantes? ¿Cuántos artículos en los periódicos?