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Publicado por
JAVIER TOMÉ
León

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UNA VEZ llegados a cierta edad, cualquier día en la tierra es un buen día y nuestros mayores han decidido sustituir, en proporción ciertamente mayoritaria, los compromisos morales del pasado -misa, Dios y viejas leyes- por placeres tan paganos como las partidas de cartas, los cafelitos y el coqueteo más o menos puesto en razón. Los numerosos hogares del pensionista, recintos por antonomasia para tan sacrosanto regocijo, se han convertido en un hito imprescindible en el manual básico de supervivencia para los jubilados, que entre el floreo de abanicos, el runrún civilizado de las conversaciones y, en definitiva, la prosa de la vida, entretienen sus largas horas de ocio con la convicción de que lo realmente importante es el viaje, no el destino. La elegancia espiritual de la vejez choca durante los meses de verano con la tumultuosa dinámica de la vida moderna, que impone con motivo del estío el cierre durante los fines de semana de esas modestas sedes de alegría báquica que son los Hogares. Y así tenemos a nuestros mayores, los sábados y domingos del estío, perdidos a su suerte por la casi vacía ciudad, añorando la rutina de camaradería y buen rollito que constituye su ideal del buen vivir. Señores gobernantes de Ministerio de la Tercera Edad, o como se llamen las autoridades competentes, ¿sería mucho pedir que abran sus puertas, también los fines de semana veraniegos, esos hitos de disfrute para los más veteranos, cuyo cierre provoca un vacío emocional brutal y una angustia por carencia que acabará por conducir, en ciertos casos extremos, a la salida poco honorable del haraquiri? Tomen nota, por favor.

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