Diario de León
Publicado por
PACO SÁNCHEZ
León

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ME HABÍAN dicho que para regresar a pie de Mariatrost a Graz había un camino de montaña amenísimo que arrancaba poco más arriba de la puerta del cementerio, flanqueada por la impresionante lápida con los nombres de todos los caídos de la zona en las dos guerras mundiales. El caso es que me equivoqué y terminé embocando una senda a media ladera, también deliciosa, en lugar de seguir la que cresteaba. Una hora más tarde, en un cruce no supe cómo continuar. Había allí, frente a una casa, un nativo enorme y rubio, de unos treinta años, que intentaba acomodar con la ayuda de su mujer a tres niños, con sus correspondientes sillitas, en un utilitario de color rojo. Le pregunté y respondió, muy amablemente, que ambos caminos conducían a Graz: uno atravesando la loma -probablemente conectaba con el que debería haber tomado- llegaba a un lago y, después, caía justo en el barrio al que me dirigía. El otro era más rápido, pero urbano. Pregunté cuánto tardaría por el primero. El hombre se quedó pensativo un momento y dijo: «A ti... te llevará una hora y media». Me hizo gracia el modo de decirlo, me reí y le di un «gracias» con tono y cara de burla. Entonces sucedió el milagro: el gigantón se abalanzó sobre mí riéndose y pidiéndome perdón al mismo tiempo. Me cogió por los hombros, como sin atreverse a abrazarme, y me dijo: «No, no. Digo que tardarás hora y media porque no sabes el camino, no por otra razón», y seguía riéndose. Nunca me había sucedido nada similar, ni siquiera aproximado, en un país no latino. Nos despedimos contentos y entre risas -los niños también reían, aunque vete a saber de qué-, y yo me convencí aún más de algo que ya había sentido la primera vez que pisé Austria: estaba en casa.

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