LA PENÍNSULA
Cautelas bélicas
HUBO UNA ÉPOCA en que las guerras eran una preciosidad, un auténtico espectáculo. Los burgueses se hacían con los catálogos y los horarios de las batallas y organizaban merendolas con vistas a los teatros del combate para observar los movimientos de las armas mientras llenaban la andorga. A partir de finales del siglo XIX, y de un modo muchísimo más notable a todo lo largo del XX, la guerra cobró un extraordinario vigor antropológico; sus escenarios se hicieron generalistas y nadie escapó ya a sus pretensiones. Los niños, las mujeres y los ancianos dejaron de poblar las aceras agitando banderitas al paso del soldado y se dispusieron a ser retaguardia de combate y objetivo de guerra normalizado. Desaparecieron las zonas de exclusión y ya no hubo cómo ni donde hurtar el cuerpo a la escabechina. El estrago fue tanto que las potencias europeas decidieron pensar en cualquier otro deporte intercontinental, y la guerra pasó a ser, como el fumar, una actividad únicamente bien vista entre los países tercermundistas con clases bajas desnutridas, un cierto número de críos a los que armar hasta los dientes, unas capas juveniles de gatillo más bien fácil y unas cuantas madres adiestradas en la maternidad del suicida. Así las cosas, Europa dio en pensar que ya no habría más guerras, dado que ella no estaba dispuesta a declarar la guerra a nadie. También supuso que la empresa de la descolonización acreditaría para siempre sus buenas intenciones. Francia descolonizó como pudo Indochina y Argelia. El Reino Unido se fue de India. Cuando ambas potencias descolonizaron Oriente Medio y los restos del Imperio otomano, la crisis del canal de Suez -de la que se cumple ahora el medio siglo- demostró que en esa parte del mundo no hay manera de agotar las fórmulas para meter la pata. Y, ahora, Europa no deja de pensárselo dos veces a la hora de estudiar dónde la mete. Francia, que conoce bien el Líbano -pues intervino en su parto-, Italia, que no lo conoce -si bien es experta en meterse donde no sabe-, y España -siempre dispuesta a confundir las reglas de tres con los pasodobles solidarios- andan tentándose la ropa a la hora de añadirse a la llamada Fuerza Interina de Naciones Unidas en Líbano, el destacamento con más bajas -258- en la historia de Naciones Unidas. Ninguna de esas potencias se moverá mientras «el nivel de riesgo y complejidad de la operación» sea «considerable». La gente se está matando y muriendo ante los ventanales de Europa y Europa entiende que basta con encogerse de hombros y decir que está pidiendo reflexión y mesura. Da la impresión de que Europa busca el modo de ir a la guerra para no hacerla o para hacer cualquier otra cosa: tareas de sanitarios o de policías. Da toda la impresión de que nadie está dispuesto a enviar a sus soldados mientras no le garanticen que regresarán casados y con un empleo estable. El Líbano no es, por otro lado, un lugar con una gran capacidad de sorpresa. Tiene un estado en harapos, minado por terroristas que controlan buena parte de su territorio, armados por potencias más o menos colindantes y en guerra con Israel que, de vez en cuando, lo invade. Pero eso es así desde hace más de veinte años.