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Publicado por
MIGUEL A. VARELA
León

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LLEGA SABINA a Ponferrada «en olor» de multitudes y todos vamos a ver al niño malo de la música española, al de la voz canalla y castigada que nos cuenta historias de amor tristes en tugurios de los de antes de la ley contra el tabaco. Llega Sabina con esa media sonrisa republicana que bebe güisquis con príncipes rubios bajo la bandera tricolor y canta rancheras al oído de princesas muy delgadas. Llega Sabina contratado por el PP en las fiestas pre-electorales, que no todo van a ser mariscadas y churrasco, y en los bares de la ciudad los de derechas echan pestes del golfo rojeras y a los de izquierdas les rechina la dentadura ante ese adelanto por la siniestra del Patronato, aunque al final todos van a ver al cantante que, con la peor voz de la historia de la música, nos ha contado historias tan bellas que nos ha hecho llorar. Y entonces nos acordamos de cuando el mundo era tan reciente que muchas cosas todavía no tenían nombre, tan a principios de los ochenta que aún no se había inventado la movida y los conciertos de las fiestas eran gratis, por aquello tan demagógico (y tan caro) de la cultura popular. Entonces estuvo una semana en Ponferrada actuando en un bar tirando a cutre de las afueras y como nadie había oído hablar de él íbamos todos los días a verlo un puñado de bohemios de provincias a los que algún enterado les había contado algo sobre un trío que actuaba en La Mandrágora: un tal Krahe, un tal Alberto, un tal Sabina... Y todas las noches le pedíamos que nos contara cómo era la calle Melancolía en la que decía vivir aquel señor cadavérico y ocurrente, y luego lo traíamos al pie del castillo en ruinas, a beber cerveza y a buscar sustancias prohibidas que daban risa y nos hacían soñar futuros no sé si mejores de los que vinieron. Ahora vuelve Sabina como estrella y todos vamos a verlo metiendo barriga y ensayando una pose ya olvidada.