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TRIBUNA

Agua de alcachofas (En memoria de Jose Manzano)

Publicado por
JULIÁN GARCÍA BAYÓN
León

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LA PRIMERA botella nos la bebimos mi amiga y yo a su puerta, en la placita que hay frente a la casa, bajo el albergue, cuidando de no hacer mucho ruido al entrar o salir (a por el sacacorchos, a por algo de picar o de abrigo) pues no teníamos llave y había que dejar la hoja entornada y en su tramo final, casi cerrada, se enganchaba terriblemente con el suelo. Él no se sumó, pero tampoco puso inconvenientes. Se había ido a dormir, después de una jornada agotadora o tranquila, no muy distinta, en todo caso, de las demás. Esa tarde habíamos estado todos en el convento de las clarisas. Una enfermera neoyorkina de origen tagalo, de sonrisa y manos de nácar, que se alojaba también en la casa y que había coincidido con Jose en Etiopía y no sé si en Calcuta, tenía inquietud por conocer el carisma franciscano -al parecer había tenido ya una experiencia vocacional con las Misioneras de la Caridad, algo que llaman el «Come and see»- y aprovechando que una de las hermanas celebraba los 50 años de profesión religiosa nos acercamos hasta allí. Yo bajé con una amiga que en breve viajaría a Addis y con una adorable joven etíope -una mezcla alcalina de belleza, inteligencia e ingenuidad que estaba estudiando en Burgos, donde residía en casa de un filántropo enamorado de África, conocida de Jose y con la que éste había contactado para lograr que viajasen juntas mi amiga y ella- que volvería a su patria de vacaciones tras dos años de espera. Jose y la neoyorkina habían llegado anteriormente en un Renault 4 blanco, coche del que existía una réplica a escala, una de esas de colección, en el salón de la casa, que tal vez algún peregrino regaló como agradecimiento por los favores de transporte que vehículo y conductor realizaban frecuentemente. Nosotros llegamos más tarde, pues bajamos andando. Además, nos perdimos. Y ahora que recuerdo, acabamos a las puertas del cementerio. En aquella ocasión pudimos desandar el camino y llegar al que era nuestro original destino. Treinta y seis días después Jose no tuvo tanta suerte. La segunda botella nos la bebimos ya con él, la tarde siguiente. Por la mañana mi amiga, la joven etíope y yo habíamos echado una mano a Jose para dejar listo el albergue a los siguientes peregrinos, que eran recibidos como si fueran los primeros. José compartía los trabajos, se dejaba ayudar, siempre y cuando lo más duro quedase reservado para él. La neoyorkina se marchó a Barcelona con un ex militar francés que también había trabajado como voluntario en Addis Abeba y que roncaba con estruendo de artillero. La etíope volvía a su casa de Burgos, una vez había contactado con quien la acompañaría en el vuelo a su país. La acercamos mi amiga y yo. Nos acompañaba un peregrino italiano que terminaba ya su camino y que aprovechó el viaje por la atención de Jose. Comimos en casa del filántropo, que resultó ser, además, un estupendo cocinero y un enamorado no solo de África sino de la humanidad entera. Mi amiga y yo aprovechamos luego para hacer algo de turismo. Volvimos a la caída la tarde. Extasiados por la luz del crepúsculo que se colaba entero por los amplios ventanales del salón (que nadie se lleve a engaño, la casa,- como el coche, como Jose y su gente- era verdaderamente humilde, pero encerraba esa riqueza que ningún otro capital logrará nunca alcanzar) bebíamos despacio, acompañando sorbo a sorbo la lenta pero inexorable decadencia del sol, al tiempo que mi amiga se apuntaba, en un cuaderno pequeño que empezó al revés (pasando las hojas hacia la derecha) todos los encargos que Jose le iba dictando. Jose llevaba a los necesitados de Etiopía y de India y de cualquier lugar del mundo, (New York, Madrid, Toulouse)¿ no sólo en el corazón, también en la cabeza. Por espacio de casi dos horas repasó necesidades, personas, situaciones con la minuciosidad de un estratega y la ternura de una madre y nos enseñó fotos para ponerle rostro humano a sus palabras. Ya entrada la noche nos dispusimos a cenar. Nos habíamos hartado de aperitivos con el vino y no teníamos demasiada hambre. Bastaron unas alcachofas, un resto de picante salsa etíope (que sobró de la cena anterior, la que compartimos con la enfermera, la estudiante y el militar retirado) y una crema de aguacate que Jose preparó. Hablamos de África ahora sin encargos, de manera más distendida. Recuerdo que Jose contó la historia de una voluntaria que había desembocado en Etiopía después de un largo periplo. Había sido monja contemplativa en Estados Unidos, vocación que abandonó cuando una voz le ordenó volver a su país natal -Bélgica- para predicar allí la necesidad de la penitencia y la conversión. Y para dar ejemplo recorrió el país durante 20 años arrastrando una enorme cruz, hasta que oyó otra voz, o tal vez la misma, que le ordenaba acudir al Tercer Mundo y adoptar allí algún niño. Eligió Etiopía y coincidió con Jose que pasaba la mitad del año en la obra de las hermanas de madre Teresa. Y nos decía -ni sombra de orgullo- que la mujer aquella dio y encontró problemas con todo el mundo excepto con él, que mal que bien la supo llevar. A mí me pareció coherente que con Jose no chocara, pues él tenía una sutil manera de aceptarte en tu esencia, pero sacando de ti el mejor partido, sin cuestionarte, pero sin dejarte indiferente; sin indolencia, pero sin exigencia, pues el trabajo que se proponía siempre salía adelante y Jose sabía hacer que te sintieras parte del proyecto sin intentar incluirte en absoluto. Incluso si se trataba de compartir el agua de las alcachofas. Yo nunca la había probado antes y las alcachofas en sí tampoco eran de mi agrado. Pero había en Jose una manera tal de hacerte partícipe de las cosas, de incluirte para que te sintieras aceptado, que se traducía en comunión, en deseos de formar parte y de agradecer y contagiar la invitación. En el sabor intenso, metálico y templado de aquel caldo puedo decir que conocí a Jose. En su forma de compartirlo entendí por qué era querido por tanta gente. A la mañana siguiente, después de desayunar, mi amiga y yo volvíamos a Madrid. Esperamos a que Jose volviera de misa. Durante el desayuno, hizo algunas llamadas por teléfono. Estaba preparando la fiesta de Santiago, una calderada de sopas de ajo típica del pueblo. Usaba el móvil con altavoz, para hablar sin pegárselo al oído, con nosotros delante. Llamaba usando una tarjeta de prepago, de esas que dan muchos minutos a muy bajo precio después de marcar una serie interminable de números. Al otro lado del teléfono le prometieron llevar una tarta grande, de Santiago. De acuerdo, pecadora. Fue la despedida de Jose. «Cuidaos, pecadores», nos dice. Un abrazo y luego un adiós a través de las ventanillas del coche. Él en la placita a punto de subir al albergue, va a prepararlo para los primeros peregrinos. Se despide agitando la mano. Hasta siempre. Descansa en paz. P.S.: Mi Amiga, Isabel, desembarcó en Barajas la mañana después del accidente. Volvía a medias feliz y a medias triste. Feliz porque tenía tachados en el cuaderno que empezó al revés todos los encargos que Jose le hizo. Triste, porque una funcionaria de la KLM con exceso de celo creyó ver alguna irregularidad (al parecer un brillo extraño en no sé qué carné) en los documentos -perfectamente en regla- de Román, la joven estudiante etíope, impidiendo su embarque. Cuando Isabel tomó tierra encendió el móvil y en la sala de recogida de equipajes se enteró de la noticia. Se preguntó entonces cómo haría llegar los saludos, abrazos y besos, los numerosos afectos que traía como recados para José.