OTRAS LETRAS
Pez espada
HAY UN ANUNCIO de una multinacional que sorprende al espectador. Se trata de una joven a la que le salta un pez volador entre los pechos. Este truco publicitario sirvió para que a una mujer se le viniera a la memoria una historia real de su juventud. Se trata de una mujer que vivió de niña en la colonia española de Guinea. Que vivió en Bata, en Nsoc, en Batete, en Ebebiying, en Acurenam, en Malabo, entre punta Fernanda y punta Cristina. Que estuvo en un colegio de monjas en el continente africano, en el que las tenían aparte a ella y a otras dos alumnas portuguesas por ser las tres las blancas del lugar. Hasta las bañaban vestidas y separadas. Esta mujer que sabe lo que es un palo de agua, una tormenta brusca, volvía de una temporada en África en un barco. Iba en la cubierta con su padre. Hacía un sol que mordía. Pero, de pronto, el sol cedió y se levantó una extraña calima que auguraba rayos y truenos. El mar se empezó a encabritar. El sólido buque se convirtió en una cáscara en manos de la fuerza bruta del océano. Al lado de aquella cría y su padre, un hombre observaba también el espectáculo gratuito. Una ola irrumpió bestial en la cubierta y el hombre junto a ellos quedó empapado y herido. En medio del chapuzón viajaba un pez espada que lo acuchilló. Como lo leen. La mano de agua escondía un aguijón. El hombre sobrevivió gracias a los médicos del buque y tuvo todavía los arrestos para decir que conservasen a su enemigo. Quería cenárselo. Y se lo cenó. Esta historia me recuerda a lo que sucedió en una plaza de toros cuando una espada no encajó en el toro y saltó, mortal, hacia el público atravesando a un hombre. La espada no falló. El espectador murió. No pudo comerse al toro. El destino existe y es caprichoso. Muy caprichoso.