La debilidad de Europa

QHAY MUCHOS europeístas enamorados de la debilidad de Europa. Ven a la UE como un crisol de 25 países que no tiene enemigos, que no despierta recelos y que, por lo tanto, no necesita armarse más de lo que está o tener una posición más determinante en el mundo. Han caído en un ensimismamiento gustoso y complacido. Lo cierto, no obstante, es que la UE es un hermoso sueño y una discreta realidad. Todavía hace poco nuestra vicepresidenta del Gobierno ha acudido a pedir ayuda para neutralizar la imparable avalancha de inmigrantes ilegales subsaharianos, y casi todos los países-socios se han limitado a encogerse de hombros poniendo sobre la mesa una misérrima ayuda para disimular su propio desentendimiento del asunto en cuestión. Porque la solidaridad ya no es un valor-eje en la UE. Aunque no se reconozca, ya no lo es. La realidad es que cada país va a su bola con la mirada puesta en su ombligo. Los europeístas enamorados de lo que Felipe González llamó «la dulce decadencia» están de enhorabuena. La Unión Europea se ha empeñado en no crecer políticamente y lo está consiguiendo. Al cien por cien. Los pseudoprogres de la Tercera Vía, con Blair a la cabeza (y puede que dentro de poco con la francesa Segolene Royal) se frotan las manos. Querían sólo un buen bazar para el comercio y ya lo han conseguido. El resto prefieren fiarlo al genio militar estadounidense, bajo cuyo paraguas nos cobijaremos en caso de apuro. Pero, ¿qué apuro podemos pasar si casi todo el mundo nos adora? Ningún peligro se nos pasa por la cabeza. Ser europeo es estar más allá del bien y del mal. ¡Qué pena que sea mentira! ¡Con lo bien que estábamos en nuestro ensimismamiento gozoso!