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JULIO DE PRADO REYERO
León

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NUESTRO TIEMPO se divide en tres momentos: pasado, presente y provenir, que integran una trilogía inseparable. El pasado debe tomarse muy en serio; puesto que en frase del poeta judio-polaco, Morris Rosenfield, si «se desperdicia es una batalla perdida»; por lo que el canciller Konrad Adenauer después de la derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial animaba al pueblo abatido y humillado con un gran sentido de la esperanza con este mensaje: «Siempre hay tiempo para un nuevo comienzo». Para ello hay que proceder con cordura, haciéndose imprescindibles un análisis bien hecho y una buena interpretación histórica del pasado, sin las que resultará imposible situarnos en el presente para vivirlo adecuadamente. De hecho muchas veces la historia, o por mejor decirlo, las historias que se nos transmiten y llegan a nuestros oídos adolecen de muchas carencias, como muy bien nos lo advierte, por citar uno solamente, el famoso sociólogo italiano R. Strassoldo: «Toda nación, toda clase toda generación escribe y vuelve a escribir su propia historia, ordenando los acontecimientos, o más bien los documentos del pasado, de una manera que responda a sus propias preguntas, satisfaga sus propias necesidades, y documente bien sus propias ideologías. En la actualidad, y ciñéndonos ya más concretamente a nuestro caso, se hace en absoluto necesario conocer bien nuestro pasado para olvidar todo lo malo que haya podido haber ocurrido, pues hasta el mismo recuerda que «en todas las partes de cuecen habas...». Pero que el poeta y novelista francés del siglo XIX, Alfred Vigny, hace extensivo a todas las naciones donde ocurren negros nubarrones, cuyo espectro retoma para turbar el presente. Por consiguiente, según Voltaire, «la parte más filosófica de la historia ha de consistir en dar a conocer las necesidades de los hombres». Eso para evitar volver a las andadas como se lo decía ya también en el siglo XIX a sus compatriotas el poeta argentino J. Hernández en un bello poema: La vuelta de Martín Fierro: «Sepan que olvidar lo malo también es tener memoria». Para construir con acierto un futuro también es necesario tener los pies puestos bien firmes en el momento presente a la vez que seamos capaces de analizar lo ocurrido en el pasado en parecidas circunstancias. De lo contrario corremos el peligro de intentar construir un presente ilusorio, fantasmórico y sin fundamento. El mismo J. Maragall en uno de sus artículos fechados el primero de marzo de 1896 escribía con toda sinceridad algo que posiblemente hoy se ruborizasen de suscribir algunos de sus descendientes: «La personalidad de un Estado sólo encuentra su total eficacia y completa garantía en la guerra». Y puesto que las cosas fueron como fueron y no pueden hoy presentarse como una historia-ficción, nuestro filósofo Ortega y Gasset, un cuarto de siglo más tarde, en su obra Meditación sobre el Quijote , considera que «el hombre selecto no es el petulante, que se cree superior a los demás, aunque logre cumplir en su persona esas exigencias», sacando ya como conclusión en su famosa obra La rebelión de las masas , que «también es el porvenir quien debe imperar sobre el pretérito; puesto que de él recibimos la orden para nuestra conducta frente a lo que fue». Sin tener en cuenta el pasado corremos el peligro de intentar construir un presente alocado y sin fundamento y por supuesto desde un presente ficticio, aunque suene a canto de sirena, resultaría también imposible construir un futuro serio y significativo. Así no sólo lo intuía sino que lo urgía este mismo filósofo con esta severa advertencia: «No lo que hicimos ayer, sino lo que vamos a hacer mañana juntos nos reúne en Estado». Más tarde, en el año 1923, cuando se barruntaban grandes convulsiones sociales en nuestra sociedad, apuntaba muy atinadamente: «El revolucionario no se rebela contra los abusos sino contra los usos». Y por desgracia esta advertencia a más de ochenta años de distancia hay que constatar que todavía es actual y acuciante, puesto que si un estudio superficial de la historia saca conclusiones olvidando o marginando lo básico de nuestra civilización mediterránea, occidental y cristiana, y además profundamente arraigada y sustentada en una seria y sana antropología, por muchos puzzles de civilizaciones y culturas extrañas, y hasta contradictorias, con las que intentemos pactar, quedaría incapacitado e imposibilitado para todo inento de verdadero y auténtico diálogo, imprescindible para entender y valrar debidamente nuestro pasado y presente, quedando siempre condenados a partir de cero, como lo entendía nuestro filósofo, poeta y ensayista George Santaya, que en el año 1952 se vio obligado a escribir en inglés algo que se tradujo así: «Los que no se acuerdan del pasado, están obligados a repetirlo». Lo que a alguien le dio base más tarde para acuñar esta frase: «Solamente el que no conoce la historia es el que está condenado a repetirla». Puesto que la historia no es una especia de fábula para recrearnos o a lo sumo para sacar de ella una inofensiva moraleja, sino para aplicarl a la realidad del momento presente , atendiendo además objetiva y pertinentemente a todas las cirunstancias actuales. Finalmente, necesitamos también tener siempre perspectivas de futuro, pues de lo contrario correríamos además el peligro no sólo de anclarnos en un pasado, que ya no volverá, sino también de encontrarnos ahora perdidos y desorientados, carentes de brújula para caminar con seguridad por el presente y orientarnos adecuadamente hacia nuestro futuro. Puesto que si vivir el presente está llamado a ser siempre apasionante, en cambio el futuro debe ser considerado como un gran riesgo a manera de cheque en blanco, en el que nos es posible escribir la cantidad; por lo que don Miguel de Unamuno nos aconseja: «Miremos que somos más padres de nuestro porvenir, que no hijos de nuestro pasado». Ser padres de nuestro porvenir significa que ahora y siempre debemos tomar muy en serio que está en nuestras manos proveerlo y orientarlo.

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