TRIBUNA
Delincuencia: la inseguridad ciudadana que viene
Desde una perspectiva dogmática, el delito se suele definir como una conducta típica, antijurídica y culpable. Supone, por tanto, un comportamiento infraccional y una acción u omisión penada por la ley. Es cierto, sin embargo, que este concepto ha diferido entre escuelas criminológicas. Alguna vez, especialmente en la tradición iberoamericana, se pretendió establecer a través del elemento sociológico, creando para ello la teoría del «delito natural» o, lo que es lo mismo según Garófalo, la lesión de los sentimientos. En cualquier caso, lo cierto y verdad, al margen de corrientes y doctrinas, es que los delitos dañan sentimientos y originan temor en los seres humanos desde los albores mismos de la inteligencia, además de quebrantar el patrimonio o la salud. Es lo que en nuestros días se denomina eufemísticamente como alarma social, generada por la inseguridad ciudadana. Hace pocas semanas, el fiscal General del Estado puso el índice acusador en la llaga punzante, con motivo de su discurso de apertura del año judicial, advirtiendo del aumento desmesurado de la delincuencia y de algunos de sus males adicionales: la inquietud social y la victimización. Y lo hizo ante el Rey, que presidía como es costumbre el solemne acto. Después de dos años de tendencia a la baja, llegan, de no poner remedio, tiempos difíciles, vino a decir en sus conclusiones Conde Pumpido. El mapa oficial de los delitos en España, hecho público mediante Memoria de la Fiscalía y del propio Consejo del Poder Judicial, indica una subida general del 3,54 por ciento en el país, con la incoación de 4.096.277 diligencias previas. En cuanto a las infracciones de mayor gravedad, el año pasado hubo en España 1.425 crímenes, lo que arroja un demoledor resultado de cuatro cadáveres al día. Los asesinatos han crecido por encima del 45 por ciento y los homicidios algo más del 26 por ciento. La violencia de género no podía ser una excepción, se eleva un 37,7 por ciento. Por lo que respecta a Castilla y León, se ha superado con amplitud la media nacional del aludido 3,54 por ciento. El incremento autonómico fue exactamente del 5,6 por ciento sobre los 157.291 procedimientos penales tramitados el año a nterior en la comunidad. León, porcentualmente y en su relativa quietud, no es una excepción ante este avance imparable, que merecerá un prolijo examen en capítulo aparte cuando se conozca el correspondiente desglose provincial. Territorios como Baleares, Aragón, La Rioja, Asturias, Extremadura, Andalucía, País Vasco, Cataluña, Galicia o Cantabria se encuentran muy por debajo del apogeo delictivo castellano y le onés. Sólo Navarra, Murcia, Castilla la Mancha, Madrid y la Comunidad Valenciana están a la par o la superan. Los datos ofrecidos por la Fiscalía y el Consejo General en su Memoria anual suelen ser esperados con interés por juristas, criminólogos, agentes de la autoridad y estudiosos del fenómeno. Se trata, en suma, de un documento fidedigno que recoge todas y cada una de las transgresiones penales que llegan a las sedes judiciales, procedentes de los cuerpos de seguridad estatales, autonómicos y locales, así como de las denuncias formuladas directamente por los ciudadanos en los juzgados y tribunales. La tradicional divergencia con la estadística dimanante del Ministerio del Interior estriba en que las cifras de sus dos fuerzas policiales son necesariamente parciales; no así las de la Fiscalía del Estado, que recogen el conjunto de delitos por vía de cualquier organismo. Del análisis de la Memoria oficial podemos, y debemos, extraer fundamentos que nos acerquen a su interpretación. A mi juicio, los indicadores resultan notoriamente perceptibles. Por un lado, queda patentizado que los delincuentes son cada vez más jóvenes y violentos; el retrato del «caco» tradicional ha pasado a la historia del género negro. Por otro, se evidencia que la globalización e interdependencia de las tipologías delictivas son incuestionables en nuestras sociedades; los modus operandi inéditos ya no conocen fronteras y las tecnologías emergentes favorecen la exportación y el advenimiento de la delincuencia transnacional. El secuestros express, los asaltos de «cogoteros» en la vía pública, el tráfico de personas, los «alunizajes», la contratación de sicarios, los allanamientos de domicilios con moradores dentro, etcétera, forman parte del nuevo elenco de actividades de «bandidaje» ignoradas hasta hace poco en España. El hecho de gozar de un sistema jurídico garantista entraña un «peaje» ante aquellos individuos, nacionales o foráneos, que aprovechan esta circunstancia para infringirlo con ligereza. El efecto llamada de algunas de estas leyes, tantas veces denunciado por la Unión Europea y organizaciones policiales como la UFP, son un claro exponente; ello no significa en absoluto que los «sin papeles» que arriban desesperados a nuestras costas en los cayucos sean malhechores, ni que los extranjeros que nos visitan por otros medios vengan con aviesas intenciones o a cometer delitos de «bajo coste penal». El impacto social del tráfico ilícito de drogas es otro importante factor desestabilizador que tiene su reflejo en el desarrollo adverso de la violencia y la salud de las personas. España posee grandes profesionales de la seguridad y la judicatura. Sin embargo, en un escenario de inestabilidad como el que se está instalando en el país no será fácil arbitrar un remedio a corto plazo. Escasean, de momento, medios legales, materiales y humanos. La delincuencia sigue creando inseguridad ciudadana y a larma social y, como aseveraba Garófalo, lastima uno de los bienes más preciados e incuantificables: los sentimientos. «Más vale escoger a los culpables que buscarlos», escribió henchido de ocurrencia retórica Raymond Murray ante la angustiosa impunidad que reinaba en las calles de Chicago, allá por el siglo XIX, ahogadas por la ley del más fuerte. Confiemos en no llegar a semejantes extremos literarios.