Estuvimos más abandonados
Digámoslo francamente. Todos nosotros somos tan sensibles al llanto como a la risa. Con frecuencia prorrumpimos en estrepitosas carcajadas viendo representar una comedia de un humorista que consideramos, sin embargo, perfectamente estúpida. -¡Qué majadería! -exclamamos-. ¡Qué animal debe ser el autor! Y seguimos riéndonos a mandíbula batiente, sin el menor disimulo, dando por sobreentendido que no es nuestro «yo» actual quien realmente se ríe sino más bien, mi «yo» anterior a nosotros; mi «yo» ancestral. -Nosotros estamos por encima de esta categoría de ingenio -parecemos decir-; pero nuestros abuelos ¡se hubiesen divertido aquí tanto! Y, no obstante, cuando un drama, como no sea Shakespeare, hace asomar las lágrimas a nuestros párpados, ¡qué esfuerzos los que realizamos para ocultar tales muestras de emoción! ¿Por qué hemos de ser tan pudorosos de nuestras lágrimas si lo somos tan poco de nuestra risa? Generalmente se cree que las lágrimas demuestran ternura, bondad, amor al prójimo, y, si esta creencia fuese exacta, convengo que sería prudente disimularla, porque, de no hacerlo así, lo menos malo que nos podría ocurrir al final del espectáculo, sería el tener que irnos a pie hasta casa, desposeídos de nuestro último euro por algún amigo con aficiones psicológicas. Pero yo no creo que la lágrima del filántropo sea más fácil que la del misántropo. Quizá la risa revele, mejor que el llanto, cierta pureza de sentimientos, aunque lo probable es que, el llanto lo mismo que la risa, no se produzcan casi nunca en el teatro más que a causa de excitaciones tan artificiales como el jugo de cebolla o las cosquillas. ¿O es que la acción de un grito destemplado sobre nuestro tímpano tiene un carácter menos mecánico que la de un ácido en contacto con nuestras glándulas lacrimales? Indudablemente no hay mayor deshonra en llorar que en reír, y siendo esto así, ¿por qué no hemos de llorar públicamente con la misma facilidad con que reímos? Un amigo contaría algo gracioso en la tertulia, y, como de costumbre, todos celebraríamos su ingenio con grandes carcajadas. Luego, otro amigo nos haría un relato patético, y, durante cinco minutos, la reunión entera lloraría a lágrima viva sobre las tazas de café. La vida sería entonces mucho más diversa que ahora, y ciertos hombres y mujeres de humor melancólico, que actualmente se encuentran postergados en sociedad, podrían hacer un papel brillantísimo. Y es que, como dijo el poeta: «Te ríes cuando te digo / que eres causa de mis males: / ¡Pobre mujer!, ni siquiera / a tiempo reírte sabes». Francisco Arias Solís (Correo electrónico). El 1 de octubre de 1931 el Pleno del Congreso de los Diputados aprobó el artículo 36 de la Constitución de la II República Española que reconocía el derecho de las mujeres al voto. En las sesiones de las Cortes hubo manifestaciones en contra de este derecho tales como «hasta que las mujeres dejaran de ser retrógradas» «porque las mujeres son histéricas por naturaleza» y otros como «hasta que transcurran unos años y vea la mujer los frutos de la República y la educación» o reducirlo a las mayores de 45 años «porque antes la mujer tiene reducida la voluntad y la inteligencia»... La lucha por el voto femenino constituyó una de las reivindicaciones más significativas del movimiento feminista durante el siglo XIX y parte del XX. Eran tiempos difíciles pero en España la República posibilitó este reconocimiento y muchas esperanzas para las mujeres. Desgraciadamente el golpe del general Franco impidió ejercer muchos de estos derechos conseguidos. Hoy, 75 años después, las Cortes conmemoran este aniversario y desde nuestro colectivo queremos mostrar un homenaje a Clara Campoamor y a la consecución del voto, nos parece un momento oportuno para recordar nuestro pasado, analizar el presente y trabajar activamente hacia la igualdad y la libertad. El cambio de mentalidades no es fácil. Hoy nos extraña que las mujeres o las personas negras no pudieran votar, que las mujeres necesitaran la autorización del marido... pero llegará el día en que cueste entender por qué no podían casarse dos hombres o dos mujeres, o por qué se mataba a una mujer en nombre del amor... M.ª Ángeles González Delgado (León). Miguel (León; edición digital).