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León

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SENTÍ vergüenza ajena contemplando las imágenes del público en el partido entre las selecciones catalana y vasca. Vergüenza y pena,  pero también hartazgo.  Catalonia is not  Spain. Bien, se lo diremos  a don Quijote, que aún no lo sabe. Puedo entender que los separatistas tiendan a reunirse para dar palmas, que gusten de uniformarse y de ondear sus banderas, sin compartirlo puedo entenderlo, pero hay algo que no logro comprender: ¿de qué  se reían Ibarretxe y Maragall? Risas irresponsables, de quienes se enorgullecen de su miopía política y espiritual.  Risas ofensivas.  Risas necias de napoleones de sí mismos. Al menos  Ibarretxe debería borrarlas de su gesto hasta que el dolor no haya desaparecido de todas  las familias vascas  rotas por el terrorismo. Risas de césares imposibles. Estoy con Schopenhauer cuando advertía que el rango más zafio del orgullo era la «vanidad nacional». No hay que ser de derechas o de izquierdas para sentirse ofendido por  el espectáculo. «Cualquier tarugo miserable que no tiene nada en el  mundo  de  lo que pueda sentir  orgullo se aferra al  último recurso: vanagloriarse de la nación a la que casualmente pertenece»,  escribió el filósofo alemán. No me gustan los nacionalismos, ni la historia adaptada a los egos. Ocurre, simplemente, que sigo considerando a vascos y catalanes españoles, aunque no retaría a duelo a nadie por cuestionármelo. Al ver a los dos políticos desternillarse entre consignas y pancartas independentistas entiendo que ese es su planetita,  hasta ahí llego, pero no  puedo evitar preguntarme: ¿dónde está la gracia, cuál es el chiste? Les falta majestad. Gracias Homero  por  enseñarme que la patria es el viaje.

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