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Publicado por
CARLOS G. REIGOSA
León

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ME DICE un amigo psicólogo que el drama de nuestro tiempo es que poseemos más cosas que nunca y, paradójicamente, tenemos menos ganas de vivir que nuestros antepasados. ¿La explicación? Que antes la vida era un don, una especie de juguete real, con sus hermosas proyecciones humanas y divinas. ¿Y qué sucede ahora? Que la vida se nos está reduciendo a algo que hay que gestionar y administrar cada día: una especie de carga. Y, claro, esto ya no es tan divertido. «Nos hemos convertido en niños grandes y el sonajero ha perdido su encanto», sostiene mi amigo psicólogo. ¿Hemos hecho un mal negocio en este proceso? Sí, sin duda. Hemos cambiado las ganas de vivir por el miedo a morir. Y esta ha sido -está siendo- una mala inversión. Sabemos que el hambre aguza el ingenio, pero la pregunta correcta ahora es: ¿qué aguza la falta de apetito? Estamos descubriendo que poco bueno, al parecer. La realidad de nuestro bienestar es que también -y a su modo- produce malestar. Ya nos lo anticipó Freud al hablar de la cultura, cuando todavía éramos bastante menos gestores de nuestra propia existencia. Ahora somos agendas vivientes y dedicamos un tiempo precioso a administrar todo lo que nos concierne (aunque no nos interese). Basta ver nuestra correspondencia. Nos escriben los bancos, las aseguradoras, las entidades comerciales y todos aquellos que nos envían recibos de lo que, paso a paso, hemos ido contratando o aceptando (y cuyos saldos debemos comprobar con cuidado para ver que todo esté en orden). Es parte de la vida moderna. ¿Deprimente? Nuestros antepasados se cambiarían a ciegas por nosotros y se burlarían de nuestras quejas y malestares por incomprensibles. Nos verían como los personajes ridículos o patéticos que a veces nosotros sorprendemos en el espejo. Es el precio de crecer.