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TRIBUNA

Rentas de indigencia en los estatutos autonómicos

Publicado por
JOSÉ ANTONIO PÉREZ
León

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UNA moda causa furor entre los redactores de los estatutos autonómicos. Consiste en incluir en el articulado una mención al derecho de los pobres del respectivo ámbito territorial a percibir una renta básica. Este aspecto, en el que algunas lecturas apresuradas han querido ver un signo de gran progreso social, no constituye otra novedad que la puramente semántica. Pues, de hecho, se trata de una cláusula que, haciendo un uso nominalmente oportunista de una idea mucho más liberadora de la que más adelante se hablará, no aporta nada nuevo al campo de los derechos ciudadanos, limitándose a dejar las cosas tal como estaban antes. El Estatuto de Cataluña, en su Art. 24.3, dispone que: «Las personas o las familias que se encuentran en situación de pobreza tienen derecho a acceder a una renta garantizada de ciudadanía que les asegure los mínimos de una vida digna, de acuerdo con las condiciones que legalmente se establecen.» Por su parte, el proyecto de Estatuto de Andalucía, en su Art. 23.2, afirma que «Todos tienen derecho a una renta básica que garantice unas condiciones de vida digna y a recibirla, en caso de necesidad, de los poderes públicos con arreglo a lo dispuesto en la ley». Al aludir a una renta garantizada de ciudadanía restringida sólo a los pobres, el texto catalán es manifiestamente equívoco. Para que la renta básica merezca el apellido ciudadano una elemental lógica exige que sea un derecho garantizado a toda la ciudadanía, y no sólo a los que están en situación de pobreza. Pues, apurando el hilo dialéctico, la vinculación entre ciudadanía y pobreza conduciría al absurdo de que sólo los pobres tuvieran consideración de ciudadanos. La introducción de cláusulas similares en los estatutos andaluz, valenciano y otros supone que los políticos de cada «realidad nacional» concreta han tomado el rábano por las hojas, y en vez de ir a la raíz de las cosas se limitan a cambiarle la etiqueta a algo que ya existe. Aprovechando la vasta amplitud semántica que ofrece una expresión como «renta básica», la celebrada novedad estatutaria no es más que una pirueta lingüística que consolida esas rentas de indigencia que concede el auxilio social heredero de las Poor Laws, las Leyes de Pobres Isabelinas promulgadas en la Inglaterra de 1597. Con mayor o menor cicatería, los servicios sociales de las distintas administraciones autonómicas ya conceden prestaciones dinerarias a las personas que acreditan hallarse en situación de acusada pobreza. Circunstancia que los interesados deben demostrar sometiéndose a las severas y a menudo humillantes inspecciones de dichos servicios. Es lo que en el argot asistencial se conoce como prueba de recursos (means test). Son prestaciones inspiradas por ese principio de la hipocresía política que persigue la «inserción social» de los afectados. Parece haberse olvidado que un genuino ciudadano no necesita ser «insertado» en ningún lugar, pues forma parte por propio derecho del cuerpo social en el que reside la soberanía. Por ello, frente a ese tipo de renta de indigencia que los estatutos autonómicos se empeñan en mantener, en el debate social cobra cada vez mayor fuerza la propuesta de un ingreso incondicional. Ello se traduce en una auténtica renta de ciudadanía pagada con carácter universal, que ofrezca a toda persona la garantía de que no le ha de faltar un suelo material mínimo sobre el que construir una vida en libertad. Y no estará de más recordar que, más allá de la libertad formal invocada por los nominalistas, la libertad real de una persona sólo es posible cuando puede vivir sin permiso de otros. Las ayudas de beneficiencia no dejan de ser un permiso de circulación condicional. Una renta que no tenga la contrapartida del trabajo suscita abundantes críticas, que invocan el tópico fácil de la holgazanería. Sin embargo, en un artículo publicado en la revista Boston Review, el nobel de Economía Herbert A. Simon sostiene que, probablemente, no menos de un 90% de los ingresos generados en las sociedades ricas depende no de la productividad individual, sino del capital social. De manera que no carecería de fundamento moral abogar por un impuesto sobre la renta con tipos elevados, que devolviera la riqueza a sus auténticos propietarios: el cuerpo social en su conjunto. Es un argumento de peso para una renta de ciudadanía cuya función esencial sea la de distribuir entre todos los miembros de la sociedad una riqueza que es el resultado de las fuerzas productivas de la sociedad en su conjunto y no de una simple suma de trabajos individuales. En definitiva, el concepto de la renta básica adopta la forma de una renta garantizada de forma incondicional a todos los individuos, sin necesidad de someterse a una prueba de recursos o de estar realizando algún tipo de trabajo. Se trataría de un ingreso pagado por el Estado a cada miembro pleno de la sociedad de forma absolutamente incondicional. Lo que implica que lo recibirá cada persona: a) incluso si no quiere trabajar; b) sin tener en cuenta si es rico o pobre; c) sin importar con quien vive; d) con independencia de la parte del país en la que viva. Exactamente igual que el derecho al voto. Según el Instituto Nacional de Estadística, el 19,9% de la población española vive en situación d e pobreza relativa. El umbral de pobreza se sitúa en 5.177 euros anuales o 431 euros mensuales. Pues bien, uno de cada cinco españoles malvive con menos de esa cantidad. Y no estamos hablando de mendigos, sino de desempleados de larga duración y pensionistas, es decir, ciudadanos perfectamente integrados en una sociedad a la que han aportado lo mejor de sus esfuerzos vitales. Y lo más sangrante de todo es que estamos hablando de 8,5 millones de ciudadanos pobres por decreto, puesto que, tanto los subsidios de desempleo como las pensiones mínimas, se fijan por el Gobierno a través de Decretos Leyes sancionados por el Rey. Promete el proyecto andaluz que su renta básica se otorgará con arreglo a lo dispuesto a la ley. Lo cual hace temer lo peor, a la vista de un precedente como el de la Ley 4/2005, de 28 de octubre, del Salario Social Básico, vigente en el Principado de Asturias: «Se entiende por salario social básico la prestación económica periódica dirigida a las personas que carezcan de recursos económicos suficientes para cubrir sus necesidades básicas, sobre la base de la unidad económica de convivencia independiente» (art: 3.1). No cabe la menor duda de que se trata claramente de una ley de pobres, no de ciudadanos, puesto que el primer requisito exigido es el de carecer de recursos económicos. Con el agravante de que, hablando coloquialmente, esta ley no saca de pobre al recepto de la ayuda: «El importe de la prestación del salario social básico cubrirá la cantidad necesaria para completar los recursos de la unidad de convivencia hasta alcanzar las siguientes cuantías mensuales [¿] a) para una sola persona perceptora se establece un módulo básico de 365 euros mensuales» (art: 4.1). Dicho de otro modo, si el interesado no tiene ningún ingreso percibirá 365 euros mensuales. Y en caso de que tenerlo, la diferencia hasta dicha cantidad. Está claro que se le condena por ley a malvivir por debajo de los 431 euros del umbral de pobreza. Más generosa es la «renta básica condicional» que paga el Gobierno vasco a los pobres de su territorio. Garantizando el 87% del Salario Mínimo Interprofesional (521 euros brutos mensuales), la cantidad va aumentando según el número de miembros de la familia. Pero la condicionalidad constituye siempre una fuente de ineficiencia burocrática que se traduce en desamparo de las personas atendidas.