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Publicado por
JOSÉ MARÍA MERINO
León

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LA REFORMA del estatuto de la comunidad autónoma de Castilla y León ha puesto de candente actualidad algunos temas que, al parecer, siguen sin resolverse, o han encontrado soluciones no tan satisfactorias como deberían haberlo sido. No voy a entrar en el de la autonomía leonesa, que ciertos colectivos siguen reclamando -y que, por otra parte, desde la perspectiva de su justificación histórica y de los modelos autonómicos de otras regiones españolas, es perfectamente defendible, digan lo que digan los políticos de los partidos predominantes- sino que voy a hablar desde la actual situación territorial, desde el marco de la autonomía castellana y leonesa, castellanoleonesa o como quiera que deba llamársele, que lleva ya más de cuatro lustros de existencia. No hace mucho que, con motivo de un incidente de acumulación de neumáticos viejos en ciertos puntos de la provincia, un ejecutivo de la Junta de Castilla y León reprochaba a las autoridades leonesas -municipios, Diputación¿- una aparente dejación de responsabilidad en el asunto, que al parecer sería usual en León. Si ese ejecutivo visitase León con la frecuencia con que yo lo hago, no le extrañaría tal dejación, si es que es cierta. Yo sospecho que León se siente en muchos aspectos administrada «desde fuera», a la pretoriana, y no protagonista de su propia gestión, y que eso puede llevar consigo actitudes de abandonismo que no serían sino indicio de una posible desmotivación, por no llamarlo desmoralización, colectiva. Ya he señalado en otra ocasión que, a mi entender, León está impregnado de una difusa conciencia de mengua progresiva 1397058884 León menguante 1397058884 desde que fue integrado en el actual marco territorial. No voy a analizar si está justificada esa impresión, como tampoco voy a entrar en temas demográficos, industriales o de reparto de poder institucional, sino simplemente en lo histórico-cultural, en la manera cómo León se define ante la mirada que pudiéramos llamar «oficial» de la comunidad administrativa y territorial superior en la que está integrada. Se ha suscitado en León, hace poco, la sorpresa de comprobar cuál es su papel en los libros de texto que sirven para que los escolares de la comunidad autónoma estudien historia: prácticamente, el Reino de León no ha existido -ya estamos acostumbrados a que se hable de « la parte occidental de la comunidad» -, y la entidad de lo «castellano-leonés» se remonta a la época romana, nada menos. Está en los quioscos la separata de cierta revista de Historia que ha iniciado una serie sobre la historia de España, con abundante publicidad institucional de la Junta de Castilla y León: el texto está plagado de reticencias hacia León, y hasta de ocultaciones, pero cuando los leoneses de mi generación leemos que los personajes epónimos de la comunidad son el Cid, Fernán González, Isabel la Católica, Santa Teresa de Jesús y Alfonso X el Sabio, no podemos dejar de recordar la doctrina que nos enseñaba el profesor de Formación del Espíritu Nacional cuando éramos escolares y existía el Frente de Juventudes. Y cuando se señala Las Médulas como uno de los cinco monumentos artísticos -repito, artísticos- más relevantes de la comunidad -los otros son la catedral de Burgos, el acueducto de Segovia, las murallas de Ávila y la plaza mayor de Salamanca- no tenemos más remedio que quedarnos un poco perplejos. Creo que ha llegado el momento de profundizar en el debate sobre lo que pudiera ser la identidad o personalidad histórica y cultural de la comunidad de Castilla y León. Cuando el ente se creó, muchos pensamos que, en un territorio que procedía de tan venerables como diversas raíces históricas, habría sensibilidad de sobra para saber armonizarlas y respetarlas a todas. A mi juicio, la comunidad de Castilla y León es un territorio de diferencias, plural, como se diría en el lenguaje político contemporáneo. Integra, al menos, tres personalidades históricas y sensibilidades culturales diferentes: por un lado, la que corresponde a lo leonés, que además está vivo, como conciencia lúcida, desde luego en León y no sé si en Zamora; por otro lado, la que corresponde a lo castellano, que creo que también está bien vivo en Segovia y Burgos, y bastante en Soria y Ávila, por lo menos; hay, en tercer lugar, un sentimiento «castellano-leonés», que pertenece a una hibridación histórica y sentimental más marcada por lo castellano que por lo leonés, y que se encuentra radicalmente vivo en Valladolid, y vivo en Palencia y acaso Salamanca. Si se pretende que la comunidad de Castilla y León tenga un desarrollo armónico en lo cultural, y que como entidad con vocación estable no suscite reparos e incluso repulsas en alguno de sus miembros, tiene que procurar que se armonicen y cultiven esas diferencias sustantivas: asumir y respetar el antiguo Reino de León como parte indispensable de la memoria histórica, asumir y respetar que Burgos es la Cabeza de Castilla, permitir que cada comunidad cultural tradicional mantenga sus particularidades, e incluso fomentarlas. Pretender que se imponga la uniformidad general a través de una especie de agresiva kulturkampf financiada con dinero público, es el camino equivocado, y su resultado aumentará, entre otras cosas, la atonía comunitaria que esta autonomía muestra frente a las demás. Creer que la comunidad de Castilla y León tiene que construir una identidad nueva a costa de la «condenación de la memoria» de algunas de las regiones que la integran, y en especial de la de León, es un grave error si se hace sin mala fe, pero si detrás hay un designio político meditado, es una burda y culposa falsificación, más propia de otros tiempos de delirios imperiales que sería mejor olvidar para siempre. Asumir la pluralidad de la comunidad, lo palpable de sus diferencias, lo natural de su descentralización, sería un acto de justicia y de sentido común, un reconocimiento de la verdad histórica y, desde luego, la muestra de un espíritu de conciliación y concordia. Además, tener a gala los diferentes ancestros y los matices de la realidad actual, enriquecería claramente a la propia Comunidad, a no ser que se conciba desde un rígido centralismo de cuartel. Tal como están las cosas, no es raro que en León, más de dos décadas después de la instauración de la nueva organización territorial -en las que la administración del Partido Popular ha sido hegemónica-, persista un sentimiento de humillación entre mucha gente, sobre todo la más joven, y se tenga la idea de vivir un periodo de permanente menosprecio y hasta de acoso, que no se aplaca construyendo el Musac o el Auditorio, aunque algunos políticos y agentes culturales así se lo hayan creído.