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Publicado por
ALFREDO VARA
León

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CURSO 1956-57: dos grupos de escolares se lían a pedradas en el recreo y regresan al aula con alguna que otra brecha sangrante. El maestro les sacude con la regla en la palma de la mano, coloca a la mitad de rodillas de cara a la pared y a la otra mitad les hace escribir cien veces en el encerado: «no volveré a pelearme en el recreo». En casa, hay división de opiniones: la mitad de los padres lo resuelven con dos bofetadas y el resto, con un castigo dominical sin salir de casa. Curso 2006-2007: un grupo de escolares le da una paliza a una niña, graban la hazaña en sus móviles y la cuelgan en Internet. Al profesor no le hacen ni caso cuando intenta afearles su acción. En casa, hay división entre el modelo padres atareados que ni se enteran y el de hiperprotectores que protegen a su retoño y hablan de travesura. Sólo hay 50 años de distancia, pero parecen siglos los que median entre las dos caricaturas de comportamiento. La cantidad de estímulos que reciben los chavales de hoy, aun con todos los filtros imaginables, multiplica por varios millares los que recibía la generación de sus padres; en dos generaciones ha cambiado drásticamente la vida familiar y hemos pasado de una total rigidez educativa a una frecuentemente excesiva permisividad, facilitada por la disminución del tiempo efectivo de convivencia entre padres e hijos. Entre la letra con sangre entra y el profesor le tiene manía a mi niño, hay un punto medio de implicación paterna en la educación y de imprescindible reforzamiento de la debilitada figura del profesor, tantas veces abandonado a su suerte en el aula.