EN DERREDOR
Parar la violencia escolar
LA VIDA cotidiana desmiente a los optimistas que sólo aciertan a ver en las muestras de violencia escolar unos episodios aislados, no especialmente inquietantes. Si por tales fuera, terminaríamos por integrar esa violencia en nuestras preocupaciones de primer orden, con tanto retraso como se ha producido con la violencia doméstica. El caso es que apenas pasa un día en que no haya una manifestación, como la del millar de docentes de Barcelona; una exigencia de solución, y ahí está la petición de traslado para los alumnos del colegio zaragozano que produjeron destrozos por valor de 60.000 euros en el centro; o manifiestos e innumerables muestras más de que el problema excede de la condición de sarampión. Sin duda, ésta, como todas las violencias, tiene innumerables componentes y es hija de mil circunstancias. Probablemente la raiz que sea capaz de aglutinar más acuerdos está en la carencia de valores en nuestra sociedad. No menos adhesiones conseguirá, sin duda, la tesis de la abdicación de las familias, que han perdido su autoridad sobre los hijos, ya desde edades muy tempranas. En una sociedad que rezuma síndromes de violencia por todos los poros, que la familia no se constituya en instrumento para evitarla y en los centros docentes se ejerza sin que las sanciones resulten ejemplares, puede favorecer una espiral que incremente el fenómeno y convertirlo, como tantos otros problemas sociales, en irresoluble. Es ese el momento, que parece ha llegado a no pocos hogares y centros, en que un grave inconveniente para la convivencia no se combate porque muchos estiman que es poco menos que un fenómeno natural que no es posible atajar, con el que hay que convivir resignadamente.