Diario de León

TRIBUNA

Dibadiriwua, el ahijado de Unicef

Publicado por
ENRIQUE CIMAS
León

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EN ABRIL de 1.995, o lo que es lo mismo, antes de ayer, se registró en Ruanda una de las mayores atrocidades que el hombre haya podido cometer contra el hombre, «homo homini lupus». Claro que la máquina -¿humana?- de matar, no cesa, no se detuvo con los genocidios perpetrados en Auswitch, en los bosques de Katín, en los gulags siberianos; o en las profundidades del Continente Negro. En la actualidad, tampoco se detiene. Ahora, mucho del exterminio comienza «antes de», es decir, en los mismísimos orígenes del ser humano, en la concepción primigenia. (Conviene repetir una vez más que de la eliminación traumática -y buscada- de embriones y zigotos, se derivan graves alteraciones -físicas y morales-. Como las originadas: a), porque se adquiera conciencia de haber atentado contra individuos poseedores de un código genético y unas especificidades biológicas intransferibles; b) porque subjetiva y emocionalmente -«llamada de la sangre»-, resulte moralmente imposible negar que se ha manipulado con seres a los cuales se cercenó el proceso de desarrollo natural. Una progresión exigida por la biología y el inalienable derecho del ser; incluyendo lo concerniente a la naturaleza espiritual, y c), porque, por añadidura, no hay vuelta atrás : ya no se puede devolver a la víctima la oportunidad de alcanzar el puesto a ella reservado en la sociedad; de poder acceder, como ciudadano o ciudadana que hubiera sido, a los universos del amor, el trabajo y la fe. según el dictado de la naturaleza y las previsiones de Dios. Pero éstas son cuestiones que se pueden tratar, con documentación y detalle, en su momento y en su particul ar contexto). Decía que el «país de los lagos» -Ruanda, Burundi, etcétera-, fue el escenario, hace dos lustros, de una de las masacres más miserables y horrendas de que la Historia pueda tener memoria. Atila, el de los hispanos Campos Cataláunicos, debió ser un aficionado en comparación con los especímenes de la horda dominante entre los hutus, y ejecutora de las matanzas en aquellos territorios africanos. Tomen nota: por encima del 75 por ciento de la etnia tutsi pereció en el genocidio. ¡Más de 500.000 personas asesinadas!, en tanto que millares de mujeres supervivientes de la tragedia eran violadas; resultando de ello el nacimiento de cinco mil niños. Todos muertos por las balas, o a golpes, siendo posteriormente arrojados a fosas comunes. A una de esas fosas llegaron soldados del Ejército francés, preocupado en detener, dentro de lo posible, la hecatombe humana. Un sargento, que miraba fuertemente impresionado el montón de cadáveres, observó que entre los cuerpos sobresalía el de un chico, de cuyo rostro se desprendía un rebrillar de lágrimas. Extrajo al pequeño, comprobando ¡que estaba con vida!. Y que, en aparente inanimidad, lloraba, como desesperado recurso, para llamar la atención, ya que no podía articular palabra¿ Se llamaba Dibadiriwua; fue solícitamente atendido en un hospital de urgencia de Unicef, que le acogió, «apadrinándolo» en principio, para buscarle un hogar estable, después. Anduve durante buenos años colaborando con Unicef para recabar ayudas económicas -y morales-. Recursos, en definitiva, que contribuyesen a paliar las carencias más elementales de los niños desdichadamente anónimos, chavales golpeados por la ira feroz de los jinetes apocalípticos. Un buen día, un amigo asiduo a las cenas de Unicef- León, me dijo que la gente tendría que darnos los donativos, aunque no mediasen cenas, ni evento alguno. Que la muerte diaria de treinta y cinco mil niños era suficiente argumento para conmover, sin necesidad de recurrir a los alicientes sociales. Me permití, si no contradecirle del todo, si al menos razonarle que Unicef no pedía sólo dinero. Lo que pide Unicef es solidaridad humana; calor rescoldado en cariño, y sentimientos de fraternidad cristiana, para con los desfavorecidos. Y, si son niños, mucho más. Unicef, o es una gran familia o es poca cosa. Y ya se sabe que las familias han de reunirse para intercambiar impresiones afectivas, organizar la vida en común y trazar proyectos. Y consignas civilizadas. Y objetivos morales contribuyentes (célula a célula, familia a familia) al logro de un mundo mejor. Y por lo que a Unicef respecta, ¿qué menos que una noche al año para congregarse con la familia leonesa, tomar algo reconfortante y saberse, todos, forjadores de esperanza para ángeles como Dibadiriwua?

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