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Publicado por
MARÍA J. MUÑIZ
León

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PUEDO PARECER brutal o insensible, pero no lo soy. Nunca me han alegrado desgracias ajenas, y la muerte meproduce una punzada siempre. Pero no en la misma medida. Lamentable es que muera alguien en las carreteras, y estremece si la víctima es joven. Pero la desdicha alcanza el drama si una infracción se lleva la vida de algún inocente cuyo único error fue cruzarse en mal momento. Me gustaría tener un conducir tranquilo y pendiente de lo mío. Como desearía tener una vida sosegada en la que sólo pudieran influir aquellos a quienes aprecio, ignorando las maldades de los que no importan. Pero no puedo. Me cabreo e increpo a l@s bestias que se me cruzan como cabestros al volante, y mando a la mierda a los que me pitan cuando la que hace el animal soy yo. Pero ante alardes de desprecio por la propia vida (asunto suyo) y por la de los demás no puedo sino esperar que haya una farola a la medida de los asesinos en potencia. No porque desee que mueran, sino porque confío en que la justicia divina impida que otros paguen sus fechorías. Este fin de semana las estadísticas de tráfico goteaban sangre joven. Entre ellas la de un angelito que antes de dejar los sesos en el asfalto había destrozado dos coches, había sido denunciado por quemar el cuentakilómetros y cuando dio su último acelerón iba a más de 200 por una zona de copas con límite a 40. ¿Merecíamos alguno perder la vida por quien tanto despreció la suya? Las conductas descerebradas al volante no admiten segundas oportunidades. Después sólo queda el llanto, como el que trataba de consolar el amigo del aquel filósofo que velaba a su hijo muerto. «No llores, le dijo, ya no tiene remedio». «Por eso lloro, contestó, porque no tiene remedio».

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