TRIBUNA
El padre Segundo Llorente en el recuerdo
En el archivo parroquial de Mansilla Mayor se conserva la fe de bautismo de Segundo Llorente, de la que se transcribe la parte esencial de la misma que dice así: «En el pueblo de Mansilla Mayor, de la provincia y Obispado de León, a veinte y un días del mes de noviembre del año mil novecientos seis. Yo D. Juan Merino, Cura propio de esta iglesia parroquial de Mansilla Mayor, bauticé solemnemente en ella a un niño que nació el día diez y ocho de dicho mes y año, a la hora de las doce de la mañana, hijo legítimo de Luis Llorente y Modesta Villa, aquel natural de Mansilla Mayor y ésta de Villarente, de oficio labradores. Abuelos paternos... maternos... etcétera. Se le puso por nombre Segundo... Testigos del acto sacramental...Y para que conste, firmo la presente partida en Mansilla Mayor, fecha ut supra. Juan Merino (Firmado y rubricado)...». Se cumple, por tanto, en esta fecha, 18 de los corrientes, los cien años del nacimiento de este genial e ilustre leonés conocido universalmente como el «misionero de Alaska». El día 26 de enero de 1989, el Señor le llama a su encuentro definitivo. (El episodio de su muerte merece capítulo aparte). Fueron cuarenta años realizando una heroica tarde evangelizadora con una intensa vida espiritual y apostólica, desarrollada en aquellas soledades nevadas con 40 y 50 grados bajo cero en una letanía de puestos de misión: Akulurak (1935-1937); Kotzebue (1938-1940); y Anchorage (1970-1975). En su dilatada vida de misionero, esas tierras polares con sus extensas y desoladoras comarcas, fueron el espantoso escenario donde el P. Llorente pudo resistir y vencer tantos peligros y dificultades para dar cuanto humanamente pudo por aquellas gentes pobres rudas que nada tenían y todo o necesitaban. Pero «si por cumplir el mandato de Cristo -decía- hay que darlo todo, hasta la propia vida, bien dada sea». «Cada día tengo más deseos de hacer algo sólido por Jesucristo. Continuamente me ofrezco a Él para que haga conmigo lo que le plazca, y le pido por la que nos dio por Madre, que me haga corredentor, otro Cristo, aunque para ello haya de sufrir y morir en cruz...». Se ha dicho del P. Llorente que no tiene rival en su empresa santa de llevar el mensaje misionero con la sonrisa mística del Cristianismo y la carcajada apostólica de la verdad. Gracias a las crónicas, noticias y cartas enviadas desde Alaska «trabé amistad con almas buenas cuyas oraciones me alcanzaron de Dios el no sucumbir en las fauces de esta naturaleza despiadada que amenazaba constantemente con tragarme vivo». A ello hemos de añadir que toda la alimentación se reducía a carne de reno, aceite de foca y salmón, circunstancia ésta que le puso, apenas llegó a Alaska, ante una de las pruebas más difíciles ¡Cuánta mortificación! «De los veintidós años que llevo en Alaska, he pasado catorce completamente solo. Se necesita mucha gracia de Dios para no estropearme espiritualmente en medio de tanta falta de espíritu como le rodea a uno día y noche, año tras año». Era su contacto con Dios tan íntimo que no cesaba de ofrecerle diariamente sus oraciones, sus obras, sus mortificaciones y hasta su vida. Por eso le daba tanta fuerza y valor, hasta renunciar a todo con tal de dar pleno testimonio de la Verdad. Nunca se sentía más conmovido y se llenaba de tanto gozo como cuando celebraba el santo sacrificio de la misa e impartía la comunión a sus esquimales. Era inmensamente feliz. Cierto día, un jesuita de la Universidad Gonzaga le preguntó: «Padre Llorente, usted ¿qué hizo cuarenta años en Alaska? (Y como se lo dijo en un tono como de haber perdido el tiempo...), le contestó de inmediato: «Estuve cuarenta años enseñando a los esquimales... a hacer la señal de la cruz Y con esto me doy por contento». De sobra sabemos, -seguro que el preguntador también- que la obra del P. Llorente en Alaska no se limitaba a hacer la señal de la cruz a los esquimales. Su gigantesca obra no se puede recoger en unas simples páginas. «Procuro enseñar a los esquimales a tratar con Dios: que hablen con Él durante el día, muy sencillamente, como lo hago yo en los Vía crucis públicos que tenemos. Son un pueblo muy piadoso y lo aprenden muy bien. Así, los hombres, cuando van de pesca o a cazar, le cuentan a Dios sus preocupaciones, conversan con Él. Las mujeres también le dicen a Dios cómo les va. No me perdonaría nunca no saber tener la homilía los domingos, no saber explicar el catecismo a los niños, consolar a un enfermo y prepararlo bien para morir... ¡Eso es lo mío! Me paso la vida estudiando la lengua esquimal, instruyendo a los adultos, visitando chozas y tugurios, leyendo, escribiendo, meditando... Pero si vierais ¡qué bien se vive a la sombra del Sagrario! Todo esto es algo más que enseñarles a hacer la señal de la cruz. Sin duda tuvo que suponerle al P. Llorente un esfuerzo muy especial y una dedicación agotadora. Toda una vida entregada a los demás. Desde las primeras líneas escritas a su llegada a Alaska al os 28 años hasta su definitiva despedida a los 82, ¡cuántas jornadas de trabajo lleno de peligros, arduo y difícil y cuánta gracia y valor para vivir aquellas eternas noches orando junto al sagrario y a veces a la intemperie! ¡Qué gran apóstol de la oración! Reiteramos lo dicho en otro lugar: «que la aceptación del peligro cierto, próximo y patente es una heroicidad y las virtudes en grado heroico, en este caso el amor al prójimo y la solidaridad con el abandonado, conducen, deben conducir, a los altares».