FRONTERIZOS
Un deseo
YO QUIERO ser catalán, o por lo menos serlo en lo que a las artes escénicas se refiere. Estos días se ha celebrado en Sevilla la segunda edición de Mercartes que, entre productores, programadores, exhibidores y gestores culturales, ha reunido a más de 600 profesionales del sector dispuestos a avanzar en el concepto que de mercado tiene la escena, un término que todavía causa pavor a muchos de los implicados. Entre los expositores, el espacio público catalán fue la envidia de todos los que vivimos en la periferia. A su lado, los stand institucionales de otras comunidad autónomas o de organismos estatales como el INAEM eran meros contenedores de folletos. No estoy hablando de diseño o de metros cuadrados ocupados (que también), sino de concepto. El chiste que convierte al catalán en un hábil comerciante que siempre sale ganando tiene, como todos los tópicos regionales, una parte de verdad pero, en este caso, sostenida en criterios sólidos, pensados y puestos a prueba. La conferencia inaugural de Xavier Marcé, director del Instituto Catalán de Industrias Culturales (ojo al término) hasta dentro de un par de semanas (reconozcamos que el funcionamiento de la política, en este aspecto, no es muy diferente al del resto del país) sobre la colaboración entre empresa pública y privada puso el dedo en la llaga de las debilidades de un sector que se niega a reconocer la crisis de los viejos mitos entre los que sestea, sigue pensando que el consumo cultural es un acto de fe sin darse cuenta de que ha entrado también en la era de la competición y necesita dotarse de fórmulas de evaluación que eviten el triste panorama de incentivar la mediocridad mediante el «café para todos». Los catalanes están en ello. ¿Los demás? Bien, gracias