POR LA AMURA
Ley de Dependencia
ERA un chico normal, algo mayor que nosotros, y por eso a veces, cuando le bajaba la merienda a su hermano, aprovechaba su adolescencia frente a nuestra niñez para picarnos y quitarnos el balón con el que jugábamos en el solar del barrio de la Vega. Pero era un buen chaval. Todo cambió un par de años después, cuando cayó enfermo y le diagnosticaron una esquizofrenia, o algo así, según nos comentó su hermano a unos pocos íntimos y bajo juramento de guardar un secreto sobre un mal que en aquellos años -y me temo que incluso hoy en muchos casos- se tenía por algo vergonzante, a pesar de que nadie hace nada para merecerlo. Poco a poco todo fue a peor. Nuestro amigo se volvió taciturno, a veces llegaba a clase con señales de haber recibido una paliza y cada vez con mayor frecuencia ni siquiera acudía al colegio, pese a que antes le encantaba. Perdió la niñez. Había pequeños periodos en los que parecía que todo se iba a arreglar; ingresaban al enfermo y durante una temporada todo iba bien, pero sólo eran espejismos, porque tarde o temprano -casi siempre más temprano que tarde- le daban de alta y todo volvía a empezar a los pocos días. Quienes parecía que disfrutaban eran algunas vecinas que hacían corrillos para murmurar lo que sabían de buena tinta . «Anteanoche -le oí un día decir a una de ellas- persiguió por la casa con un cuchillo a su madre y al niño hasta que el padre volvió del trabajo». Nunca volví a ver a mi amigo. Se fue con sus padres sin despedirse de nadie. Durante unos meses más vi alguna vez a su hermano mayor vagando solo por las calles, sucio y discutiendo en voz alta con un personaje imaginario. Pero pronto también desapareció para siempre.