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Publicado por
MARÍA J. MUÑIZ
León

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EXISTEN MALES endémicos sobre los que permanentemente se plantean soluciones, para llegar al final a la conclusión de que o no tienen remedio o, irremediablemente, cualquier tiempo pasado termina siendo mejor. La sanidad es un buen ejemplo. Desde nuestro estado del bienestar nos felicitamos por tener un sistema público de asistencia a nuestras dolencias, vaya eso por delante, pero también hay que reconocer que el que denominó pacientes a los necesitados de médico o tenía un fino sentido de la ironía o un escaso sentido de la oportunidad. Los enfermos, y todos lo somos en algún momento de la vida, somos sobre todo eso, pacientes. A menudo, pacientes impacientes. En ocasiones, pacientes desquiciados. Esperas interminables, consultas urgentes para dentro de un año, vueltas y revueltas por despachos y consultas, quejas que son brindis al sol, ayes como prédicas en el desierto,... No es problema sólo de la sanidad pública. El fatalismo se adueña del paciente apenas comienza a asistir al pediatra, y desde su más tierna juventud sabe el enfermo que el remedio a la dolencia se hace esperar. También debía ser salao por naturaleza el que llamó sala de espera a la antesala de la consulta. Pero la resignación tiene un límite. En los tiempos en los que las nuevas tecnologías y la sociedad de la información nos pasan por encima, no tiene sentido que el primer retraso de la sanidad pública se dé en la petición de citas por teléfono. Misión imposible. En esta nuestra provincia, que venera a los call center como si fueran la panacea económica del futuro, no hay manera de que en el ambulatorio te cojan el teléfono para pedir cita. ¿Eso también es inevitable? ¡Venga ya! La tomadura de pelo no puede empezar antes siquiera de ver una bata blanca. ¿Quién asume la culpa?