EL OJO PÚBLICO
Lenguas poderosas, hablantes indefensos
LA CONSTITUCIÓN dispone en el apartado uno de su artículo tercero: «El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerlo y el derecho a usarlo». Y en el dos añade lo que sigue: «Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos». El Real Decreto sobre enseñanzas mínimas en la educación primaria recientemente aprobado por el Gobierno establece que los niños deberán estudiar tres horas semanales de lengua y literatura castellana y fija una previsión para evitar que esas tres horas puedan reducirse a dos, que es lo que ha venido sucediendo en la mayor parte de las escuelas catalanas. Cómo, a partir de lo previsto en materia lingüística por la Constitución, hemos podido llegar a la regulación que prescribe el Real Decreto es un auténtico misterio. Pues no resulta fácil entender que en una Comunidad donde, según datos del Instituto de Estadística de Cataluña para el año 2003, el 53% de los catalanes tienen como lengua materna el castellano, éste se haya visto reducido en las escuelas al papel de una lengua extranjera (como el inglés o el alemán) cuando la realidad es que sigue siendo la lengua de uso habitual de la mitad de la población de Cataluña. Así las cosas, ni las previsiones de la Constitución, que dispuso con claridad un régimen de cooficialidad entre lengua española y lengua autóctona, ni la realidad sociolingüística de las provincias catalanas, en donde castellano y catalán son los dos idiomas reales de Cataluña en situación de paridad, permiten dar cuenta de una deriva legislativa que, tanto allí, como en el País Vasco o en Galicia, se explica por motivos bien distintos. Para decirlo sin tapujos: por el empeño nacionalista, al que se han plegado con una falta completa de coherencia y de coraje los partidos no nacionalistas, de convertir la lengua autóctona no en lengua cooficial, que hubiera sido lo constitucional y lo socialmente explicable, sino en lengua única. El resultado final de ese empecinamiento está hoy bien a la vista: docenas de miles de niños se ven obligados a estudiar, en las Comunidades con lengua autóctona, en una lengua que no es la suya, sin que los afectados, acomplejados por la insolencia de los unos y el silencio flojo de los otros, se atrevan a decir ni esta boca es mía. Cuando lo cierto es que no sólo la boca, sino la lengua en la que habla, debería ser la suya y no la que las autoridades han decidido pensando en los imaginarios derechos de las lenguas y no en los derechos dignos de respeto de todos sus hablantes.