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Publicado por
ROBERTO L. BLANCO VALDÉS
León

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LE HA costado, pero el Gobierno ha reconocido al fin, aunque de forma extravagante, lo que era evidente desde el sábado pasado para la inmensa mayoría del país: que con la bomba de Barajas y los dos asesinatos por ella provocados, ETA ha reventado el llamado proceso de paz iniciado por Rodríguez Zapatero con la esperanza de lograr un final dialogado de la violencia terrorista. El ministro del Interior -que estuvo espléndido- lo dio a entender la misma mañana del día 30, hasta que, cinco horas después, el presidente Zapatero -que estuvo patético- pareció volver sobre lo que había apuntado Rubalcaba, con su ya célebre orden de «suspender todas las iniciativas para desarrollar el diálogo con ETA». Ante el clamor que levantó la calculada ambigüedad del presidente, y ante el hecho obvio de que no variar de rumbo tras la animalada de Barajas constituía una locura, fue finalmente José Blanco quien ayer cerró el asunto: «Con violencia no hay diálogo, y sin diálogo, no hay proceso. Por tanto, el proceso, porque así lo ha querido la banda terrorista ETA, está roto». El hecho completamente irregular de que ese anuncio fundamental lo haya realizado un dirigente del PSOE y no un miembro del Gobierno es una prueba más de la confusión, habitual en la actual mayoría socialista, entre lo partidista y lo institucional. Pero, salvada esa cuestión, nada irrelevante, lo cierto es que ahora existe ya una base sólida para recomponer el consenso en la lucha contra ETA que nunca debería haberse abandonado. Los dos grandes partidos vuelven a estar de acuerdo en lo esencial: en que ETA no quiere un final dialogado de la violencia, sino utilizar la violencia para forzar un diálogo sobre el final del Estado español tal y como hoy lo conocemos. Y los dos vuelven a estar, consecuentemente, en desacuerdo con todos los que, empezando por la propia ETA -es decir, por Batasuna- consideran que el atentado de Barajas, lejos de probar que con los terroristas no hay nada de que hablar, demuestra, tras la rotundidad de sus destrozos, la necesidad de ser audaces para buscar salidas dialogadas. Es la audacia de los cobardes. La de los que insisten en que la solución frente a la presión criminal de ETA no debe ser combatida con todas las armas del Estado de derecho sino buscar el modo de darle parcialmente la razón con la esperanza de que renuncie así a otra parte de sus reivindicaciones. Ese error fatal estuvo en el origen de unas conversaciones que, a la vista de su dramático final, nunca debían haberse producido del modo disparatado que hemos ido conociendo poco a poco. Pero esa, claro, es ya otra historia.