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León

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El proceso, ese ansiado fin y meta de toda su política, se le ha quebrado al pobre en mitad de la cara cual delicada ánfora de fino cristal. Los que conocemos al protagonista desde hace más de veinte años, o casi, se nos hace enrevesadamente difícil el digerir, o cuando menos aceptar, no ya el cambio, sino la mutación sufrida desde la infausta noche en que Pepe (por Bono) fue descendido de la peana por Alfonso, Matilde y otros que tal, en una faena sin picadores pero que terminó con ellos mismos encerrados en el fondo del callejón. Porque bueno es Zapa para andarse con paños ni calientes ni templados. Que se lo pregunten a sus amigos-enemigos de la larga etapa leonesa: Conrado, Pedro «el Cepedano», Nieves, Graciliano, Barthe, Sandoval, Cuende, Canedo A., Pérez el de Valencia y un largo etcétera que llega en las postrimerías hasta el mismo Pacofer. El avispado jovenzuelo de entonces, frío, calculador, brillante a veces, nos ha dado a todos el timo de la estampita en forma de «proceso». Un canto a la ingenuidad perpetua y fatua de quien no sabe bien con quién se las gasta. Menudo son los chicos de Bilbao para que a estas alturas de la película de larga duración -40 años, querido Zapa-, no sepamos ya todos (excepto él), qué se puede esperar. El «Bigotes» le dejó la cama bastante bien hecha, y éste, hete aquí que ha puesto la almohada a los pies y los pantalones perdidos en una senda sin principio ni fin. Ternera, cuando se levantó de la mesa-jaima de Estambul -o donde fuere- se agarró sin disimulo la barriga en un estertor de descojono vibrante. La chapela se le vino a la cara cubriéndole la mirada heladora del que apunta sin disimulo y se cerciora de hacer blanco. Pobre Zapatero; su rédito del 11-M se acabó en un párking que se vino abajo un sábado de humo y sangre. La víspera fue para él no de dolor, sino de gloria y alabanza del yo. En ese momento el furgoneto letal subía los peldaños de la T-4. Si Marianico dejara de ser «el corto» apretaría con ganas, pero sin regocijo, el dogal alrededor del muñeco de trapo. Éste, casi solo se vendría abajo. Ni el de la corona de espinas de Reus le salvaría. Y ahora qué, se pregunta la parroquia entera; puede que la solución la tenga el feo de Vitoria, que está como que nada. A pesar de las alegrías de la víspera de la hecatombe, palmeadas por el ingenuo fatuo, la tristeza espeluznante del hoy viste de orfandad al país y a este pobre chico que creyó que los de la boina y la capucha iban de carnaval en plan bien. Andrés Mures Quintana (León). No hay más que acercarse a un anciano, por ejemplo, para leer en sus arrugas una carrera fecunda y rica que, apaciguada ya y llena de sosiego, está en la recta final. Cuántos sueños habrá soñado ese anciano, y cuántos proyectos le habrán hecho vibrar. Cuántos afanes, cuántas caídas, cuántas batallas sin sentido y cuántas prisas... Ahora sólo te pide que le des un beso o que le aprietes la mano, para que se rompan sus ojos en felicidad. Y sobre todo, te hace reflexionar. Son las experiencias cumbre que llamó el psicólogo, y dan aldabonazos para que se despierte nuestra conciencia. Viendo al anciano, no parecen las cosas tan trágicas, ni las gentes tan agresivas, ni los amigos tan desleales, ni el egoísmo y la guerra los ejes de la vida. Parece que hay más cosas y mucho más sencillas. Parece que somos muchos y, queramos o no, estamos condenados a vernos, aunque sea de lejos, Parece que no soy el único que tiene que superar problemas y enfermar de penas y dolores. Justamente, el ser humano se iguala en las luces y en las sombras, y mirando al anciano, tan quieto, tan sereno, tan sin prisa, tan con ojos de sabio, tan de vuelta de guerras perdidas y ganadas... te hace ver la vida mucho más sencilla y racional. No son las cosas tan dramáticas, ni la tierra tan inhóspita, ni las gentes que vienen de otras tierras tan distintas a nosotros, ni la paz y la convivencia tan imposibles, ni el perdón y la bondad conceptos vacíos o símbolos de debilidad, ni el perder un poco de mi orgullo es mi derrota, ni el disimular la desatención del amigo me debe quitar el sueño, ni tengo que sufrir y llorar porque me sienta, seguro que injustamente, menospreciado. Mirando a ese anciano, con el que hablé esta mañana, pensé todo esto. Quizás a eso se refieren los psicólogos, cuando hablan de experiencias cumbre. Incluso pensé, viendo a ese anciano, que estaba en los últimos kilómetros de su caminar, que la vida humana es mucho más hermosa y mucho menos agitada de lo que nosotros la hacemos. Por eso comenté yo con el anciano, que no entendíamos por qué hacemos todo tan feo y tan complicado. Anatolio Calle. (Navate jera). María Antonia Morán (León).

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