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Publicado por
LUIS ARTIGUE
León

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TENGO un espacio abuhardillado dentro de mi corazón, con whisky y hielo, reservado a mi admirado y querido Benigno Castro, una de esas personas que nunca se morirá del todo. Ahí permanecerá a buen recaudo este hombre tan dotado para la conversación; este aristócrata de la amistad al que debo tantas cosas que apenas caben en lo que escribo ahora con tanta tristeza como agradecimiento... Tengo el privilegio de su afecto como un recordatorio de lo de verdad importa en esta vida. Por suerte mis conversaciones con Benigno eran como Los Infiernos de Rimbaud donde las cosas no acaban nunca, sí, y por eso nos aliábamos en una especie de comunidad emocional una vez al mes en el Restaurante Amancio, primero, y luego a veces continuábamos la sobremesa eterna con el whisky acerado de la terraza del Alfonso V. «La enfermedad me ha hecho rechazar casi todos mis compromisos porque la vida es muy corta para hacer las cosas sólo por cumplir», decía. Y a mí me halagaba sentir que nuestras citas fueran inexcusables. Todo fluía al compás de la maravillosa cocina de autor de Amancio. Y mientras yo le agradecía íntimamente a la vida el poder estar en contacto con esa lucidez radical tan infrecuente como necesaria, él, con sus sutiles reflexiones, me curaba la inocencia e incluso el idealismo. Sí, intercambiábamos ocurrencias y trozos de biografía. Soñábamos. Bebíamos sin olvidar porque las buenas conversaciones están plagadas de recuerdos. Yo le recitaba poemas de memoria y él me sumergía en su peculiar visión del mundo. Yo le hablaba de mis esforzados comienzos y él recordaba los suyos mientras dibujaba con palabras su vida de alto jefazo de no sé qué como quien no le da importancia al éxito sino sólo a la jerarquía de la inteligencia y la felicidad, que es la que cuenta. Y es que Benigno Castro, a su brillante manera, era un disfrutador de la vida. Su hambre de saber para mí siempre será un referente¿ Oh, recuerdo que su ironía era tan refinada y elegante como su bigote. Por ejemplo una vez me decía nostálgico que «cuando yo era más joven que tú iba a las piscinas para vender periódicos. Luego, veinte años después, dirigía yo uno de los periódicos y me di cuenta de que se trataba de lo mismo: vender periódicos». Pero más allá de su inteligencia -Benigno Castro es una de las personas más inteligentes que he conocido- afloraba a veces, sólo a veces, cierta ternura tan pequeña como esas cosas preciosas que las madres envuelven con cuidado en un pañuelo, por decirlo con un verso de Juan Carlos Mestre. Sobre todo era cuando me hablaba de Rosa, su mujer, «que es más lista que el hambre -decía- y la suerte que tengo es estar con ella». Y me lo confesaba como alegrándose y con un orgullo incapaz de reconocer, mientras le estaba dando la noticia de que me iba a casar, la cual se la tomó como una de esas cosas ajenas que nos pasan también a nosotros y nos llenan de renovada luz el corazón. Ojalá pasen veinte años y yo sepa hablar de Elena como él hablaba de Rosa. Igualmente tenía un cariño impagable por su suegra, una mujer muy especial de la que me resumió muchas veces su biografía. Pura épica. Siempre que la veo no me atrevo a decirle casi nada pero la miro un instante con tanta admiración y afecto como si la conociera¿ Finalmente nuestros encuentros, debido a su salud cada vez más deteriorada, se limitaban a su casa o al teléfono porque era demasiado pudoroso para dejar ver la indignidad de su cuerpo, pero sus correos electrónicos seguían teniendo esa rotundidad que va asociada al valor y a la lucidez. Bueno, son cosas que me ha dado por recordar para hablar de una persona a la que debo tanto, y que creo que se ha ido sin que lo sepa del todo. Y sin embargo me siento un cabrón por escribir todo esto en pasado ya que, a pesar de que ahora se haya ido, dentro de mí sigue tan vivo, tan presente, tan entero¿ Querido Benigno: tú nunca estarás demasiado lejos.

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