EN LA CUERDA FLOJA
Copiones
QUIZA la manifestación más sorprendente de la adolescencia sea la copia. Lo copian todo: el modo de hablar, de vestir, de mirar, de sonreír, de juzgar. Se fotocopian unos a otros no sólo la ropa, la música y los cómics, también el corte de pelo, la serie de televisión que siguen o denuestan, el equipo de fútbol y, por supuesto, las opiniones políticas, casi siempre sumarias y viscerales. Tanta copia procede simultáneamente de la falta de personalidad, del deseo gigantesco de afirmarse como distinto (curiosamente), de la necesidad de sentirse aceptado, y de una falsa creatividad que, como todas las creatividades falsas, no cree en nada, pretende inventarlo todo e inventarse prescindiendo de los millones de personas que durante miles de años también lo han intentado. La consecuencia es normal: se descubre lo ya descubierto una y otra vez (copia o plagio), hasta que realmente el chaval da con su ser, percibe que su identidad no se define por oposición a sus padres y al mundo, y desde su verdadera voz, comienza a construirse interiormente de un modo creativo. Es un proceso doloroso, muy bien contado en la novela de Salinger, que todos hemos atravesado con mayor o menor sufrimiento, y muy difícil de esquivar. No pasa nada. Lo malo viene cuando las características anteriores se pueden predicar casi de sociedades enteras. Este país, tan viejo y con tanta personalidad, parece cada día más adolescente. Copiamos sin rubor modas, modos y costumbres -estadounidenses, por ejemplo- que poco o nada tienen que ver con nuestra identidad, al tiempo que, según las encuestas, somos los más antiamericanos del mundo. Y nos creemos genuinos y originales mientras nos sometemos sin chistar a los dictados de la época, al pensamiento estandarizado, a las reglas estrechas de lo políticamente correcto.