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TRIBUNA

La transición democrática y los silencios del presente

Publicado por
SECUNDINO SERRANO
León

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EN UN PAÍS como España, donde las pautas de convivencia se rigen por la testosterona en detrimento del diálogo, los diferentes regímenes suelen invocar, cuando surgen las dificultades, el auxilio de algún que otro fetiche protector. El Caudillo se decantó por el brazo incorrupto de santa Teresa; la democracia posfranquista, por un curioso estupefaciente simbólico: el mito de la transición. La más liviana crítica a un proceso considerado ejemplar concita automáticamente la repulsa de las élites políticas e intelectuales, incluso la de aquéllas que en su día impugnaron su desarrollo. El correlato dibuja, pues, una encrucijada turbadora: si aceptamos que la historia es dinámica, ¿por cuánto tiempo seguiremos con la cantinela de la Santa Transición, una especie de placebo para todo, cuando tengamos que abordar los cambios que exige toda sociedad adulta? Es el caso, por ejemplo, de la ley de reparación de las víctimas de la guerra civil, apenas pespunteada y que es objeto de una polémica radical, interminable, obscena. El pasado 27 de diciembre, la derecha gallega rechazó la rehabilitación «de todos los asesinados y represaliados por defender la legalidad democrática» porque la medida podía ocasionar «fracturas sociales que se consideran superadas por la transición». Una transición que, convertida en dogma, se interpone una vez más como un muro infranqueable en las aspiraciones legítimas de una parte de los ciudadanos; peor aún: en el ejemplo perfecto del doble rasero. Así, mientras las víctimas de los sublevados de la guerra civil están enterradas con honores, honrados sus nombres -algunos, canonizados- y resarcidos materialmente los deudos, sus herederos políticos se niegan, setenta años después, a facilitar la vindicación de la memoria de los republicanos, pues el proceso «puede reabrir heridas». En un alarde de subversión semántica, aliñado de mezquindad y encono, cualquier intento de dignificar a los afectados por la represión franquista se juzga de «revancha» o de «intento de reescribir la historia». Consignas parecidas a los gallegos emplearon al día siguiente sus cofrades salmantinos para impedir la recuperación «municipal» de Unamuno, quien perdió su acta de concejal tras enfrentarse a Millán Astray, un arquetipo de la España cainita. El portavoz del partido conservador aprovechó además la moción para denunciar una estrategia socialista encaminada a la «liquidación de España», y que pasaba por «la recuperación de la memoria histórica, el Estatuto de Cataluña, la rendición del Estado ante los terroristas vascos y la agresión a las creencias mayoritarias de los españoles». Otra vez los fantasmas de la transición. En un país normalizado, y sin la rémora de cuarenta años de dictadura, esas palabras hubieran merecido la rechifla general y la destitución fulminante del responsable. Pero más allá de los réditos electorales que produce en determinadas regiones ese populismo de feria, el consistorio salmantino parece especializado últimamente en hacer la competencia a los humoristas. Recordemos que, a raíz del traslado de los documentos catalanes depositados en Salamanca, la calle donde se ubica el archivo, de nombre Gibraltar, pasó a llamarse de El Expolio. Y hace unos días, la administración municipal de la ciudad del Tormes completó su particular monólogo de El Club de la Comedia : permitió que Franco, el conmilitón de Millán Astray, continuara como «alcalde de honor de Salamanca a perpetuidad». Una transición cortada a la medida de los vencedores de la guerra -impunidad y olvido- y la irrelevancia intelectual de los historiadores españoles favorecen la pervivencia de ese estado de cosas. Resulta indiscutible que la muerte de Franco asentó la libertad de expresión, los partidos pudieron abandonar la clandestinidad y regresaron los líderes más representativos del exilio. Pero una vez que los dirigentes democráticos y/o antifranquistas -no todos los que se opusieron a Franco pensaban en demócrata- aceptaron las reglas del juego impuestas por quienes habían medrado a la sombra de la dictadura, pudo comprobarse que, efectivamente, se podía hablar de las víctimas pero sólo había silencio; que los trasterrados de a pie podían volver pero nada se hacía para facilitar ese regreso. Encapsulado el problema, los vencidos se perdieron por las letrinas de la historia, pues esa reconciliación por la cúpula no tuvo en cuenta a las gentes del común, a quienes se privó de toda opinión. Sólo desde el chalaneo y una ética de mínimos puede explicarse que se aceptara una democracia de baja calidad con miles de cadáveres desperdigados por las cunetas; sólo así puede entenderse que, al mismo tiempo que exigíamos cuentas sobre los desaparecidos de otros países, no reparábamos en nuestros propios desaparecidos. Incluso parecía de mal tono evocar el pasado, y se repetía además un estribillo de efectos retroactivos: «¿Para qué remover el pasado?». La entrada en escena de una generación sin hipotecas, los nietos de los vencidos, ha permitido en los últimos tiempos agitar ese cóctel de silencio y olvido pactado en la transición. Pero los jóvenes que reivindican las voces no escuchadas están encontrando un cúmulo de rechazos. El tono agrio y resentido de la oposición conservadora contra la mal llamada Ley de Memoria Histórica y su apego al callejero y a la iconografía de la dictadura revelan unos perfiles inquietantes y aclaran en parte esas resistencias. Tampoco los historiadores domésticos han facilitado un discurso solvente sobre nuestro pasado inmediato. España no ha producido investigadores sociales de prestigio contrastado, y la repercusión de sus obras resulta difícil de rastrear en el imaginario colectivo de los españoles. Durante la transición, y salvo contadas excepciones, los historiadores del ámbito académico, además de apalear la sintaxis, estaban más pendientes de las aduanas ideológicas que de los documentos; incluso aceptaron disciplinadamente el conocido aserto de Pokrovski: «La historia es la proyección de la política hacia el pasado». Posicionados entre el comunismo y una suerte de democracia cristiana -más cristiana que democrática-, promovieron una historiografía de la guerra y la posguerra a la carta, un modelo que se acentuó cuando los antiguos estalinistas se reconvirtieron en anticomunistas de estricta observancia. El proceso de mistificación se completó cuando esos mismos relatores abordaron el proceso de transición a la democracia, convertido en un bucle de virtudes políticas. Las manipulaciones y medias verdades se multiplicaron entonces, ofreciendo una lectura bucólico-infantil de un período atravesado de renuncias, indignidades y sueños rotos. El epílogo se concreta en que actualmente nos manejamos entre el moralismo trasnochado de algunos historiadores de referencia y el neofranquismo de un puñado de divulgadores tramposos y exaltados, que basan su éxito comercial en un público dogmático y poco exigente. Parece lógico que en los últimos años sean otra vez los hispanistas -algunos, con el criterio bastante amotinado- quienes impongan sus versiones de la guerra civil y del franquismo. «La incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado. Pero no es, quizá, menos vano esforzarse por comprender el pasado si no se sabe nada del presente», escribió Marc Bloch, maestro de historiadores asesinado por los nazis. Los nietos de los vencidos de la guerra están poniendo voz a los silencios de la memoria, y confiamos en que los nietos de la transición denuncien algún día el desbarajuste historiográfico. Tal vez dispongamos entonces de un relato del pasado riguroso, profesional. Quizás también de una memoria decente.

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