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MANUEL MENOR CURRÁS
León

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CUANDO éramos críos, en algunos pueblos, para que no hubiera problemas con las setas, nos enseñaban que lo mejor era patearlas. Se evitaba de raíz todo riesgo mortal. Hemos crecido y muchos hemos quedado marginados de la personalización de la búsqueda de esos sabores, como no sean filtrados por el súper o por un buen cocinero. Con la lectura tenemos una historia a las espaldas similar. La imprenta no ha tenido aquí un trayecto tranquilo. El hereje , de Delibes, permite seguir la trayectoria del imprimatur . Ese celo inquisitorial perdurará hasta 1834 y dejará su impronta: leer sólo lo prescrito, y no saber leer, evita el riesgo de ser cuestionado, por el peligro de ser portador de «otras» ideas. En contra de la lectura han militado, durante mucho tiempo, el hambre, el género y la ruralización. Tal combinación explica, entre otras cosas, tasas de analfabetismo siempre muy altas -en términos absolutos y comparativos-, y una dilatación de la generalización real de la escuela, siempre afectada de escasez. Hasta estos últimos veinte años -en que aparecen rasgos nuevos-, ser hombre o mujer, criarse en la ciudad o en el campo, añadía un plus de diferencialidad estadística, aunque la base más firme de nuestros bajos índices lectores tuviera siempre que ver, para extensas capas sociales, con la perentoria subsistencia. Carderera, uno de los pedagogos más influyentes en el cambio de siglo anterior, decía: «por útil que sea a la mujer la lectura, la escritura y otros estudios, nada hay para ella de más constante y provechosa aplicación que las labores propias de su sexo». Un funcionario madrileño añadía, en 1912: «inútil decir al obrero que la cultura es fuente de prosperidad¿ Es preciso que la mujer y que los hijos, por pequeñitos que sean, ganen algo, y éste algo sólo se consigue abandonando la escuela¿ No va a la escuela el hijo del obrero, porque no puede ir. Ha de vivir, y para vivir ha de trabajar». Pese a todo, lo más ominoso es que, sobre esto, ha estado flotando el miedo y la prevención. Cualquier libro que entrara en la escuela, requería aprobación oficial. Los libros de «buenas lecturas» -y la «buena prensa»- lo eran por proclividad hacia específicos referentes político-morales. Y sobrevino la incivil guerra, también contienda de libros y educación. El celo en expurgar las pocas bibliotecas existentes, la vigilancia sobre cualquier libro no de texto y los índices de lecturas «malas», fueron moneda corriente. Los cambios habidos no han roto la tradición. También en lectura España no es Finlandia: aún generamos demasiados analfabetos para esta «sociedad del conocimiento», como muy bien saben los educadores de adultos y de enseñanza obligatoria. Una iniciativa potenciadora de las bibliotecas escolares puede ser esperanzadora.

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