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TRIBUNA

Arco y Tintoretto Los límites de la tolerancia

Publicado por
CARMEN BUSMAYOR Francisco Arias Solis
León

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Los pasados días de Carnaval fueron aprovechados por algunos para acercarse a Madrid con el fin de alimentarse de su rica movida cultural. Ahí ha estado Arco y ahí prosigue, sin ir más lejos, hasta mayo, Tintoretto, dando fe de ello. Sin duda alguna de ambas exposiciones la que más atención ha concitado ha sido Arco, dada su brevedad brevísima y los numerosos países extranjeros conformadores, además de las 81 galerías españolas, amén de su comercialidad, en esta ocasión al alza, según el significar de los que llevan las cuentas; comercialidad inexistente en el caso de las alrededor de setenta piezas de Jacopo Robusti, más conocido por Tintoretto, ubicadas en el Museo del Prado y con asustadizas colas de doscientas o trescientas personas, lo que induce a pensar que hasta que clausure sus puertas superará con creces los 200.000 visitantes tan cacareados por Arco. Precisamente tales colas fueron las que a más de uno nos ordenaron posponer la visita al hijo de los tintoreros; visita al alcance de cualquier ciudadano picado por la curiosidad artística. Pues sólo seis euros eran los exigidos para el común, y menores o ningún precio para otros sectores poblacionales, lo que no tiene ni punto de comparanza con la barbaridad de Arco, treinta, que treinta euros, señores, son cinco mil pesetas (sigo pensando en pesetas), casi un capital, por mucho que la organización trate de justificarse conque el 20% era para adquirir obra expuesta para la Fundación y te diesen una invitación para acceder a la vecina Pasarela de la Vanguardia del Hábitat, asunto de moda o trapos. Pero además de la abismal diferencia económica para acceder a ambas exposiciones, se da otra. Pues mientras existe la seguridad absoluta de ver arte en el caso del padre de la Tintoretta, en Arco una va a la aventura, hasta el punto de cuestionarse ya durante su estancia en esta vigésimosexta edición, de escasa pintura y apenas escultura, en favor de la fotografía a base de ordenador y cámaras digitales en su mayoría (¡increíble descubrimiento lo de los píxeles!), si muchos de los productos expuestos son arte o una tomadura de pelo . En fin, en tan mareante desconcierto me topé con una galería que exponía aquellas graciosas bola s infantiles, entonces de pasta transparente , las cuales en su interior contenían casitas u otros objetos nevados. Sí, sí me refiero a aquellas que agitabas y los copos caían inofesiva y atractivamente. Que fíjate tú por dónde sin saberlo mi madre tenía una o varias obras de arte en casa. Claro está, además, que ingenio robótico había en otro stand donde se mostraban unas cuantas piezas sueltas que una cámara muy obediente con mucha parsimonia iba agrupando hasta constituir una silla, aunque no sé si la misma aguantaría una sentada. Otra cosa que me llamó la atención, confieso sin ánimo de enmienda, fue una galería neoyorkina en cuya entrada había un luminoso, una maleta grande, negra, tocada de modernidad, abierta, con monedas en su interior y en medio de ambos, es decir, de la maleta y el luminoso, un joven extendiendo la mano. No sé, yo hasta ahora eso lo relacionaba sobre todo on ciertos mendicantes. ¿Y usted? Y en este Arco de aventura, tuve la ventura de toparme con Pepe Carralero, el pintor-profesor siempre atento al latido de la actualidad y poder conversar de tan inmensa e internacional feria, la cual ha tenido como país invitado por primera vez a uno asiático, Corea. Eso sin olvidar que nuestra plática se vio educadamente interrumpida por una madre, desconocida por ambos, que expuso al pintor, a quién iba a ser si no, las inigualables bondades del arte ausente allí de la joven hija acompañante, además de ponernos a los leoneses, desde Zapatero, nuestro querido presi, hasta otros por ella conocidos y desembocar en la generalidad, en alta nube. ¡Menos mal! Después de todo, Arco da para mucho. Aun que la palabra «tolerancia» tiene forma positiva, en rigor no se puede hablar de ella sin tener en cuenta su contrario: la intolerancia. Sin ésta, no tendría sentido hablar de tolerancia, ni siquiera se ocurriría p ensar que exista o pueda existir. Podría decirse que la intolerancia es el fenómeno primario y su supresión o corrección es precisamente la tolerancia. Ahora bien, la intolerancia no consiste en una simple actitud hostil hacia posiciones, ideas, creencias que no se comparten. Se puede muy bien discrepar enérgicamente, o combatir enérgicamente cualesquiera puntos de vista, sin ser por ello intolerante. La intolerancia surge cuando no se acepta la realidad, cuando se ejerce violencia sobre ella como tal realidad, en otras palabras cuando se la descalifica, cuando no se reconocen sus títulos, su derecho a existir. La lucha no está en oposición con la tolerancia. La intolerancia consiste en querer suprimir una realidad, no en dejarla ser lo que es y combatirla porque parece inconveniente. El partido político que está persuadido de ser el mejor y combate al adversario, y procura vencerlo y conseguir el poder, no es forzosamente intolerante; pero lo es si lo que quiere es eliminar al adversario, no dejarlo luchar, estorbar su existencia o su expresión, impedir que presente su programa, sus razon es y sus argumentos. Las palabras tolerancia e intolerancia hacen pensar ante todo en la religión. Quizá porque acerca de ella se ha solido extremar la intolerancia; también porque la noción de tolerancia empezó a usarse y abrirse camino en el siglo XVII, cuando empezaron a fracasar las guerras de religión en Europa, quiero decir cuando resultaron, además, inútiles. Sólo en un país de la tradición inquisitoria que tiene el nuestro, donde los poseídos del demonio se les salvaba quemándolos en la hoguera, se puede explicar que los intolerantes religiosos digan que defienden a sus perseguidos, movidos de amoroso interés por la salvación de sus almas. Pero, aparte de ser más que dudoso que espiritualmente se justifique nunca la persecución, la ejecución del hereje impenitente muestra bien a las claras la falsedad e hipocresía de esa pretensión, ya que se mataba a quien se consideraba más expuesto a la condenación, añadiendo tal vez la desesperación al número de sus pecados, haciendo, pues, todo lo posible por comprometer su salvación, en nombre de la cual se fingía hacerlo morir. Los límites de la tolerancia varían según las épocas y las esferas de la vida, la religión o la economía o la higiene. Las relaciones entre el sacerdote y el hereje de otros tiempos se parecen acaso a las que hoy existen entre el médico y el curandero. Normalmente no se siente hoy como intolerancia la supresión del derecho de circular libremente en todas direcciones o a cruzar las calles por cualquier parte. Nos parecería monstruosa intolerancia la obligatoriedad de recibir el bautismo, pero no lo parece la vacunación forzosa contra la viruela. ¿Pura arbitrariedad? No. Lo decisivo es la existencia o inexistencia de un consensus efectivo, que es la fuente real de la legitimidad. Cuando ese consensus falta, o cuando se va más allá de él y abusivamente se lo extiende a contenidos a los que no alcanza, el resultado es intolerancia, y cuando se trata del Poder en su conjunto, una situación de ilegitimidad, que hoy afecta a un considerable número de sociedades. Finalmente, diremos que lo que tiene que haber es efectiva convivencia, y ésta requiere vivir y dejar vivir a los demás, a aquellos que se pueden combatir, sin negarlos, sin pretender suprimirlos, sin violentar la realidad. Y como dijo el poeta: ¿Cuándo llegará el momento / en que la tolerancia traiga ese momento?

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