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León

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LA película Infiltrados de Martin Scorsese, gran triunfadora de los Oscar 2007, es un trhiller formalmente atractivo que, más que entretener, engancha a la pantalla por la velocidad y el embrollo de la trama. Además, va bien aderezada con galanes hollywoodienses, como Di Caprio, y malos malísimos (Nicholson). Pero hay algo, más allá de la acción, inquietante en el film con el que la Academia de Hollywood salda su deuda con el realizador Martin Scorsese (titulares de prensa dixit). En esta película tan bien surtida de machos sólo aparecen dos mujeres: la profesional, que sienta en el diván a los dos protagonistas y parece dominar la situación pero cae rendida de amor ante ambos; y la fatal (amante del malo malísimo). Si aparece fugazmente algún otro rostro femenino, no lo recuerdo. Es preocupante que las grandes producciones coloquen a las mujeres permanetemente en papeles subsidiarios del macho, activo y ejecutor de lo bueno y de lo malo. Y, sobre todo, resulta ya muy aburrido. Los prototipos de mujeres que presentan muchas películas de éxito están encerrados en una cápsula del tiempo, y parecen extraídos sin ningún retoque de las películas de cine clásico, que, no olvidemos, pertenecen al siglo XX. Es una pena, pues el mundo ha cambiado mucho en poco tiempo, sobre todo en el último tercio del siglo pasado, y las mujeres han tenido mucho que ver en ello. El cine no es sólo entretenimiento. Como medio de comunicación sirve a otras funciones y entre ellas no es nada despreciable la de perpetuar estereotipos o contribuir a los cambios de mentalidad. Pero no van a pararse los genios en semejantes cursilerías, me dirán. Más grave es aún que se ampare en el arte y en la moda una escena de violencia machista como la usada por una firma italiana para escandalizar y promocionar la marca. Y que llamen retrasada a España porque sus instituciones exigen la retirada de un anuncio inspirado en las violaciones colectivas. El glamour no es sumisión, ni mucho menos.

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