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Publicado por
PEDRO ARIAS VEIRA
León

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LA GRAN mayoría somos viandantes perdidos en el tiempo; no hacemos la historia, sólo administramos nuestras muy condicionadas vidas personales. Miramos la vida pública con recelo, apenas esperamos nada de ella, sabemos que obedece a unas leyes que controlan unos pocos a los que generalmente no conocemos. Las dolorosas secuelas de la experiencia nos han hecho escépticos, minimalistas, apostantes del mal menor. Ya no pedimos lo bueno; ni se nos ocurre soñar con lo mejor, sólo procuramos un mínimo de supervivencia, que los de fuera no crucen nuestro umbral de íntima dignidad. Somos demócratas porque esperamos que su sistema de contrapoderes sirva para frenar a los más crueles, a los nihilistas insensibles, a los fanáticos sin autocontrol, a los saqueadores posmodernos, a los que no toleran la posibilidad de felicidad o virtud. Por eso, el tiempo nos convierte en una tribu que simplemente procura una autodefensa elemental, un tiempo de reposo para lamernos las heridas y recuperar la voluntad de vivir. Pero incluso eso se nos niega. En este dramático país, que por inercia llamamos España, hubo un grupo de personas que decidieron imponer su voluntad a base del terror contra los más indefensos, los más confiados, a veces los más valientes y habitualmente los más vulnerables. En ocasiones acertaron en su objetivo directo contra los más poderosos, pero nunca han cambiado la historia de la gran mayoría; sólo han producido dolor inimaginable en las víctimas y la rotación de los titulares privilegiados en los puestos de mando. Cuando hicimos la transición y logramos la Constitución se proclamó la amnistía, el olvido voluntario del pasado para trabajar con sensatez por otro futuro posible. Pero ellos siguieron matando a los más débiles; y los fuertes que debieran resistírseles siguieron cediendo. Hasta que se les miró de frente y se les confrontó a la firmeza legal y la violencia legítima del Estado. Entonces retrocedieron. Pero ahora han vuelto, sin que sepamos bien por qué, a recuperar el protagonismo perdido y la capacidad de marcarnos la ruta. De Juana Chaos es su exponente más emblemático. Representa la inhumanidad triunfante, la impunidad satisfecha, el espejo de nuestra derrota. Para justificar su dejadez ante sus víctimas y la sordera ante la desesperada voz de los que las apoyamos, el Gobierno alega prescripciones, reglamentos, letras pequeñas y humanidad, mucha humanidad; la generosidad impostada. Palabras vacías. No hemos perdido la razón, tampoco los sentimientos. Sabemos que la maldad no prescribe, que sólo se transforma; nos lo dice la infalible ley de las entrañas interiores, de la conciencia sin tapujos. Si perdemos este último reducto de la supervivencia sólo habrá mentira permanente, la deriva interminable en el laberinto del autoengaño colectivo.

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