Teresona

EL MODO en que interpretamos las cosas dice más sobre nosotros mismos que sobre la realidad interpretada. Las citas que un escritor escoge y aquellas que omite o desprecia, las verdades que calla el periodista y las que subraya, los argumentos que esgrime el colega del bar y la emisora en la que los ha escuchado dicen más sobre el paisano, sobre el periodista o sobre el escritor que sobre el mundo que describen o incluso juzgan. Quizá por eso, a veces, cuando leemos, o escuchamos a ciertas personas, cuesta aguantar la sonrisa. Sabemos de antemano lo que van a decir, y lo dicen con una previsibilidad espantosa que produce hilaridad. Digo esto porque los sacadineros del mundo cinematográfico parecen haber descubierto de dos años para acá una veta en los asuntos religiosos. Al Código da Vinci, tristemente inculto, se suman ahora el documental de James Cameron sobre una supuesta tumba de Jesús y otra película made in USA que ni mencionaré, pero que le atribuye comportamientos homosexuales. Para no ser menos, hemos hecho aquí una cosa sobre nuestra Teresona de Ávila. Lo de la tumba es asunto viejo. Ya ni se sabe cuántas han aparecido desde los años cuarenta, descartadas por los arqueólogos más prestigiosos. Ésta, descubierta en 1980, fue catalogada como un montaje, pero tiene la ventaja cinematográfica de que se supone que también está enterrada allí la Magdalena. En cualquier caso, y para volver al principio, se ve que estos productos parten de una clave interpretativa común: el sexo. No saben pensar de otra manera o, lo que sería muchísimo peor, creen que nosotros somos incapaces de mirar la vida desde una perspectiva algo más elevada. Y para hacer caja, nos despachan tajadas de carnaza supuestamente mística.