Diario de León
Publicado por
MANUEL MENOR CURRÁS
León

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EN LA MEMORABLE obra de Brecht, el círculo de tiza caucasiano era el ámbito en que el juez Azdak hacía situar al disputado niño Michel para sentenciar salomónicamente quién era su verdadera madre. Pongamos que, aquí, el círculo de tiza lo forman quienes con este rudimentario instrumento tratan de enseñar a nuestros infantes y adolescentes al menos hasta los 16 años cumplidos. Sigue siendo el medio artesanal más frecuente para representar, visualizar, esquematizar, expresar y destacar ideas, conceptos y abstracciones del conocimiento. También para comprobar -en la salida de los alumnos al encerado- la cantidad y calidad de lo que haya dado de sí cada proceso de enseñanza-aprendizaje. Y, en ausencia de los docentes, un artilugio fácilmente accesible para el pasatiempo, el juego y divertimento de expresión libre -contestataria incluso- de los propios alumnos, especialmente los más inquietos y desasosegados. ¡Benditas tizas, lo que han perdurado! ¡Y cómo se mantienen en el imaginario colectivo de cuantos por oficio u obligación se relacionan con la escuela! En la era del ordenador y de Internet, puede resultar absurdo traer a colación este humilde utensilio. Por anticuado u obsoleto frente a las nuevas tecnologías, que se imponen cada vez más en nuestras vidas. Por contradictorio, incluso, con las nuevas exigencias de alfabetización en la sociedad del conocimiento. Pero el hecho es que no sólo ha cumplido un relevante papel en la educación, sino que lo sigue desempeñando y merece reconocimiento. Como lo merecen, sobre todo, quienes -pese a todos los aprecios y menosprecios-, usándola todavía abusivamente o teniendo el escaso privilegio de haberse podido pasar significativamente a los medios electrónicos, guardan fidelidad a sus funciones didácticas. Quienes siguen en el círculo, aunque hayan tenido oportunidades para el cambio de oficio -cuando en muchos medios suena a privilegio el «dejar la tiza»-, además de mantener el tipo sin alergia a su polvillo, son el sostén principal del sistema educativo. Sólo les duele que muchos de los salidos ligeramente de su geometría para dirigir, asesorar y controlar claves importantes de las políticas educativas, hayan olvidado rápidamente el olor y el valor de educar con la tiza en la mano. No es raro que no entiendan de qué les hablan, cuando sus voces y disposiciones ordenancistas les alcanzan. Igual que en la obra de Brecht, son muchos a disputarse la paternidad de la relación educativa. Pero sólo cuantos ennoblezcan la interacción enriquecedora en el centro de este círculo -en el que sólo están los niños, los profesores y el instrumental didáctico- para que sea eficaz y gratificante, serán dignos de atribuirse el mejor indicador de cálida paternidad. Brecht tenía claro a quién correspondía la maternidad de Michel: «Las cosas deben pertenecer a quien mejor pueda cuidarlas, o sea, los niños a las mujeres maternales, para que se críen bien; y los valles a quienes los rieguen, para que produzcan frutos».

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