EL MIRADOR
Pues la Falange está ahí
UNA MAYORÍA de la sociedad española se desentiende de la política, ajena al espectáculo de la crispación artificiosa en nuestro armazón institucional, pero los ciudadanos al borde de la cuarta edad, con el recuerdo de la guerra incivil en la memoria, y de cómo la fueron alentando «las gentes de bien», empiezan a reivindicar su derecho a la preocupación. La historia de este país está impregnada de cainismo, incluso en la etapa visigoda, y entre algunos de sus personajes más santos, sin que ninguna experiencia de libertad hubiera prosperado más allá de un tiempo fugaz, si se exceptúan las décadas de la Restauración canovista, a la que tanto vigilaba el ejército que acabó suplantándola. El cuarto de siglo largo de libertad que disfruta ahora el país está siendo un fenómeno histórico desacostumbrado, y su duración afortunada se debe tanto a la debilidad que, a la muerte de Franco, padecían el franquismo y la alternativa democrática, que se sintieron forzadas a pactar una vía de libertad razonable. Pero hasta esa libertad incipiente padeció serias amenazas, tanto desde la sociedad, con los respingos a veces criminales de la ultraderecha, como desde el ejército, con sus ruidos de sables, sus grotescas conspiraciones y su zarzuelero tejerazo , que tanto avergonzó a los militares más diferenciados, hasta el punto de que los sables se envainaron en las salas de banderas para siempre. Pero la garantía de nuestra libertad no radica tanto en la vacuna del tejerazo contra el golpismo como en el hecho de que España está definitivamente incorporada y encastrada en la UE, un marco supranacional de fortísima identidad democrática. Lo cual significa que ni la reaparición de la Falange en las calles ni cierta ambigüedad de la derecha en su respeto al funcionamiento institucional vayan a replantear ahora el vuelco político de la guerra incivil, al que tanto ayudó con sus errores la propia izquierda, que tan dramáticamente salió perdiendo, como los republicanos moderados. Una cosa es, sin embargo, que la historia no vaya a repetirse y otra, muy diferente, que los demonios de los años 30 del pasado siglo no intenten hacer la atmósfera del país irrespirable. La derecha popular ha descubierto el sabor de la calle, y se ha hecho callejera, como se hace carnívoro el león nada más probar la sangre del cervatillo. La izquierda lleva más de un siglo fatigando las calles con sus manifestaciones, a las que parecía haber renunciado en esta legislatura porque al poder le resulta más cómodo quedarse en casa por las tardes. Pero ayer salió en manifestación la izquierda desde la madrileña plaza de La Cibeles hasta la de Atocha, porque se cumplía el cuarto aniversario de la foto de las Azores, en la que se observa a un Aznar más joven y entusiasmado por el patrocinio, junto a Bush y Blair, de la invasión de Irak. Las protestas contra esa guerra y sus consecuencias en cierto modo acongojantes sobre el presente real y el futuro previsible de Oriente Medio, con heridas profundas en la dignidad humana, por tantos derechos humanos despreciados, se extiendieron por muchas ciudades del mundo, en demanda de que los responsables se dirijan a la Humanidad y pidan perdón. Se celebró también en Pamplona la manifestación convocada y organizada por el presidente de Gobierno foral bajo el lema «Fuero y Libertad. Navarra no es negociable», principio al que se habían sumados los socialistas navarros pidiendo a Miguel Sanz que desconvocase la manifestación. Pero no fue así porque al voto navarro se le va a dar en la próximas elecciones generales más valor del que normalmente tiene, y hay que ir organizando actos electorales para calentar el ambiente. Enfriaría el ambiente, sin embargo, la evidencia de que todo gobierno foral está sometido a unas leyes por las que el destino de Navarra sólo pueden decidirlo los navarros. A esa manifestación se sumó la Falange, y Rajoy, preguntado por esa compañía, contestaba que «no conozco a ese señor por el que usted me pregunta».