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Publicado por
XOSÉ LUIS BARREIRO RIVAS
León

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LA CALIFICACIÓN que mejor define a los españoles es la de nuevos ricos. Tenemos una democracia reciente, entre las más avanzadas del mundo, que aún no dejó poso en los comportamientos políticos. Tenemos una renta elevada, que nos permite disponer de casi todo, pero aún no sabemos distinguir entre lo importante y lo accesorio, o entre lo que es discutible, y hasta desechable, y lo que constituye un acervo esencial de nuestra identidad y nuestra cultura. Por eso vamos por la vida como los nuevos ricos, con alta disponibilidad para comprar cosas y meternos en saraos sociales, pero sin poder disimular que somos advenedizos y que aún manejamos con poca destreza la pala del pescado. Entre esas cosas que no sabemos hacer está la relación con la Iglesia católica, que, a pesar de ser una de las claves de interpretación de nuestra historia, se ha convertido en símbolo de intolerancia y opresión. En el ámbito de las relaciones personales la Iglesia sigue siendo un elemento central de nuestras vidas, a la que casi todos acudimos para bautizarnos, casarnos y, sobre todo, enterrarnos. Pero en el marco de las relaciones sociales, donde emerge la Iglesia institucional y jerárquica, la Iglesia católica se ha convertido en el pin, pan, pun de los españoles, como si el hecho de soslayarla o despreciarla nos diese mayor pedigrí democrático o mayor nivel de modernidad. Si fuésemos cultos de verdad, y tuviésemos poso democrático, no toleraríamos ciertos hechos o actitudes que atentan contra el patrimonio común de los españoles, y tendríamos muy claro que, frente al enorme capital artístico y moral acumulado por la Iglesia en todos los órdenes, nada tienen que decir ciertos artistas, cineastas o literatos que, montados en la cresta de la ola, van a tener la corta carrera de todos los surfistas. Pero las cosas no son así porque los españoles estemos divididos en buenos y malos, sino porque la beligerancia por el control de la historia parece haber anidado por igual en los dos sectores en conflicto. Y por eso no es posible condenar los ataques contra los símbolos de la fe y la moral católica sin referirse también a la forma verbalmente violenta y panfletaria con la que comparece la Iglesia en la sociedad española, valiéndose para ello de sus medios de comunicación o de instrucciones pastorales intelectualmente paupérrimas y claramente partidistas. Porque esta forma de hacer de la jerarquía está mermando la fuerza con la que muchos españoles queremos confesar nuestra fe y defender nuestra moral, que en modo alguno se compadece con las batallitas de Cañizares & Cia. a favor de la España una, grande, libre y católica que -¡gracias a Dios!- ya hemos superado.