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León

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POR LA ventana estoy viendo nevar, si al tiempo no hay quien lo entienda, menos vamos a comprender por qué seis mil jóvenes decidieron agarrase una melopea a la misma hora y en el mismo lugar, en vez de ponerse a estudiar al unísono. Al menos, el cónsul alcohólico de Bajo el Volcán había sacado su oposición antes de iniciar su borrachera suicida, mientras que estos estudiantes aún tienen que aprobar sus exámenes del trimestre. Vuelvo a mirar por la ventana y ya no nieva, hemos contagiado al tiempo nuestras neuras. Seis mil gargantas brindando a la salud de la nada. No hace falta ser de la Liga de las Damas Decentes para ver con preocupación esta moda del litronazo apoteósico, que destroza bienes públicos y dejan un patético paisaje de botellas, cristales rotos, vómitos, agüitas amarillas y demás rastros del batallar contra el hígado. La primera noche de mi llegada a León pedí en el «Berlín» un refresco de naranja y el camarero me espetó: «vale, pero si crees que así vas a beber más»; hoy me habría echado a patadas por escándalo público, aunque se lo hubiese pedido con burbujas. Ni siquiera creo que vaya vinculado a poética alguna de la rebeldía anti sistema, tan sólo se trata banalidad irresponsable, mera juerga. Ninguno de los litronistas te dirá que emula a Baudelaire, Hemingway, al matrimonio Fitzgerald, Lowry, Bukowski o cualquier náufragos de la botella. Se conforman con matar el rato, es decir, la sed del momento, con la paga de papá. No siento simpatía alguna por este culto etílico a lo insustancial. Dicen que habrá nuevos litronazos. El protagonista de Bajo el Volcán, murió pr oclamando su épico y doliente «no se puede vivir sin amar», afirmación que sí se merece un brindis, aunque sea con agua. Y vuelve a nevar.

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