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EL OJO PÚBLICO

¿Disfrutar del poder? Exactamente

Publicado por
ROBERTO L.BLANCO VALDÉS
León

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LOS SISTEMAS democráticos están dominados por una tensión estructural que, como la de los edificios, puede acabar dando lugar a grietas y, en el peor de los casos, a auténticos derrumbes: la tensión entre el interés de los gobernantes por seguir en el machito para siempre y la conveniencia objetiva de la propia democracia, que necesita para vivir sana de una periódica alternancia. Las razones que explican tal necesidad son bien sencillas: supuesto que entre los seres humanos los hay de clases diferentes (buenos y malos, honestos y venales) y supuesto que esas clases se reparten de manera aleatoria entre los partidos que controlan el poder -sólo los sectarios y los tontos creen que todos los de derechas son honrados y todos los de izquierdas sinvergüenzas, o al revés-, la única forma de asegurar que los malos y venales no acaben por disfrutar del poder en sentido literal -es decir, aprovechándose de él en su propio beneficio- es recambiar de vez en cuando a los que mandan. En los sistemas presidencialistas, ese recambio es la consecuencia natural de las limitaciones temporales al ejercicio del poder. En los sistemas parlamentarios, sin embargo, no existen habitualmente tales reglas, lo que permite que un partido -y los miembros que lo forman- gobiernen mientras lo tenga a bien la mayoría del cuerpo electoral. ¿Qué suele ocurrir cuando esos períodos, como las pilas Duracell, duran y duran y duran? Suelen pasar diversas cosas, pero entre ellas una bastante relevante: que los que mandan acaban teniendo una creciente sensación de impunidad o, lo que es lo mismo, de que pueden hacer lo que les pete, porque nadie se enterará de sus manejos. Sólo desde esa sensación de impunidad pueden entenderse casos como el del ex director de industria en la Xunta del PP, ahora imputado por un presunto delito de tráfico de influencias por haber facilitado, supuestamente, a un familiar hasta dieciséis permisos energéticos para la instalación de parques eólicos y centrales hidroeléctricas. Aunque el imputado está protegido, como es obvio, por la presunción de inocencia que ampara a todo acusado de un delito, la pregunta que a todos nos asaltará, de confirmarse la acusación ahora formulada, resulta elemental: ¿es que creyó que nadie iba a enterarse del enjuague? En efecto, muy probablemente lo creyó, como lo creen todos los que se amparan en la impunidad que llega a dar la convicción, tan absurda como cierta, de que se puede ganar siempre. La experiencia, claro, demuestra que no es cierto y que al final, el cartero -o el fiscal- acaba llamando a la puerta que se creía cerrada a cal y canto.