Diario de León
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FERNANDO ÓNEGA
León

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HACÍA muchos años que no se hablaba tanto de los falangistas. No de la Falange, la histórica Falange Española que Franco diluyó en el invento del Movimiento Nacional, sino de «los falangistas». Cándido Conde-Pumpido los descubre en las manifestaciones del Partido Popular, aunque supongo que se refiere, sobre todo, a la concentración efectuada ante la Fiscalía General el día que retiraron la acusación contra Otegi: «Me piden 27 veces la dimisión y echan los falangistas a la calle». Habló de ellos el ministro de Justicia, Fernández Bermejo, en reciente entrevista en TVE. Y l os manifestantes del PNV llamaban «falangistas» a los miembros del Foro de Ermua, cuando Ibarretxe compareció a declarar ante el juez. Es como si los falangistas hubieran reaparecido con fuerza en nuestra vida pública, después de tantos años olvidados y hasta perdidos en la memoria colectiva. Si un emigrante volviera estos días a nuestro país después de una estancia de treinta años en el extranjero, pensaría que no había cambiado nada en España y que siguen los mismos actores y protagonistas de la confrontación. Se habría preguntado si no ha cambiado nada en su país. ¿Será para tanto? No creo. Si existieran tantos falangistas como sugieren Conde Pumpido, el ministro y los nacionalistas, tendría que haber una Falange fuerte, organizada y con representantes en las instituciones. Es decir, tendríamos una extrema derecha independiente del Partido Popular, con siglas y organización propia, y no necesitaría colgarse del brazo de Mariano Rajoy, que aglutina a todas las derechas posibles en España. Como nada de eso existe; como hay varias falanges con distintos apellidos y militancia tan exigua que cabe en un autobús, hay que convenir que estamos ante una invención política. Lo que ocurre es que los fotógrafos buscan sus banderas en las manifestaciones y, cuando se publican, producen la impresión de que casi tienen tomada la calle. Y lo que ocurre, sobre todo, es que llamar falangista a todo el que se manifiesta y no es socialista ni nacionalista periférico, es una forma de desacreditar a quien convoca. El término falangista produce varios efectos. Es un buen sustituto de fascista, que vale lo mismo para insultar a militantes de Batasuna o de extrema derecha. Tiene más fuerza que «facha», cuando ya hay ciudadanos que se autocalifican así para marcar diferencias con los entusiastas de Zapatero. Encaja con los discursos guerracivilistas que pueblan los micrófonos y los atriles. Y sirve para atacar al Partido Popular, aunque Mariano Rajoy sea uno de los españoles de su edad que tienen menos antecedentes joseantonianos. Pero es un fantasma. Un fantasma interesadamente agigantado desde el poder.

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