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Publicado por
XOSÉ LUÍS BARREIRO RIVAS
León

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SIN PONERNOS solemnes, y menos aún empalagosos, creo que estamos en el día más adecuado para hacer una tregua en la batalla de la crispación -mundana, estúpida y opulenta- para volver la vista hacia algunas cosas que se diluyen a diario en la efímera agenda de las sociedades mediáticas. Porque mucho antes de que una acepción banal de los conceptos de igualdad y solidaridad se adueñase de nuestro código axiológico -en el que cabe la profesionalización y consiguiente corrupción de la solidaridad-, el Occidente cristiano había convertido el Jueves Santo en el centro de la reflexión sobre el amor que pacifica las sociedades y hace justos e iguales a los hombres. La tradición de nuestros padres debería servir para que todos los problemas aplazables cediesen espacio a la noticia del Cristo muerto y resucitado que sembró entre nosotros la inquietud por el bien y la paz. Y, puesto que tanto hablamos de autenticidad y libertad, no estaría de más una serena reflexión sobre las razones que sustentan la actual expansión de los ritos populares de la Semana Santa, que, aunque no siempre constituyen un ejemplo de buen hacer, subrayan y contextualizan la espléndida manifestación de fe que, entreverada de humanidad y fiesta, domina las ciudades y pueblos de la Meseta, del Levante y, sobre todo, de Andalucía. En este contexto quiero llamar la atención sobre un hecho que, al tiempo de simbolizar la transformación de la sociedad española, llevó a sustituir por emigrantes gran parte de las víctimas desgraciadas o abiertamente injustas que produce nuestra sociedad. En el atentado de la T4 murieron dos ecuatorianos. En las riadas de Vilaplana (Tarragona) pereció un rumano. La niña que se llevaron las aguas del Arga era boliviana. El obrero aplastado por el desprendimiento de Tarazona también era ecuatoriano. La mujer trabajadora que murió en un accidente provocado por dos personas que habían acudido a un bar de alterne era colombiana. Los accidentes en la construcción, en los pisos hacinados y los ajustes de cuentas se han desplazado también hacia una población que empezó a integrarse en las desgracias mucho antes que en la felicidad que viene buscando. Y por eso tenemos que reflexionar, más allá de la acción del Gobierno, sobre la responsabilidad que nos incumbe en esta terrible narración, y por la forma en que estamos afrontando las políticas de integración y de igualdad que tanto nos llenan la boca. Y hay que hacerlo hoy, mañana y pasado. Porque el lunes volveremos a hablar de Otegi, y a decir simplezas y lugares comunes sobre la cuestión vasca. Y ya no tendremos nueva tregua -de Dios, decían los medievales- hasta que llegue la Navidad.